¡Dios te salve María!
 

aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos» (Carta a un Ministro, 2-7).

Con el mismo espíritu de amor, que todo lo acepta como venido de la mano de Dios, que no hurta el cuerpo a los lances desagradables y llega hasta abstenerse de desear la mejora del prójimo cuando ésta ha de ceder en provecho suyo, toca Francisco en su carta a Elías otra cuestión: la manera cómo deben los ministros portarse con los frailes que pecan. Seguramente, era éste un punto ya por ambos repetidas veces dilucidado, mostrándose Elías partidario de las medidas rigurosas, conducentes al mejoramiento del prójimo. Francisco, por el contrario, le escribe:

«En esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así.

»Y de todos los capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor: "Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal. De igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante. Y si cayera en un pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar más".

»Para que este escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí [en la Porciúncula, evidentemente] estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos en la Regla» (Carta a un Ministro, 9-22).

Pocos pasajes hablan tan alto como éste de la inagotable indulgencia y ternura de que rebosaba el corazón de Francisco. ¡Cuán lejos estaba el Santo de soplar a la llama próxima a extinguirse ni de golpear la caña ya doblada! ¡Y cuánto dista de este incendio de caridad paternal el frío y lacónico artículo a que vino a quedar reducido el proyecto de Francisco en la Regla redactada y votada en el Capítulo de Pentecostés de 1223, a que se alude en la citada carta! Véase si no:

«Si algunos de los hermanos, por instigación del enemigo, pecaran mortalmente, para aquellos pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se recurra a solos los ministros provinciales, estén obligados dichos hermanos a recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin tardanza. Y los ministros mismos, si son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia; y si no son presbíteros, hagan que se les imponga por otros sacerdotes de la orden, como mejor les parezca que conviene según Dios. Y deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7).

Este artículo es una norma perfectamente ajustada a la ley canónica y contiene muy poco más de lo que debe hacer en tales casos todo superior que quiera proceder en justicia; hay, es cierto, alguna que otra palabra puesta allí, sin duda, para contentar a Francisco; pero ¿qué queda del inmenso amor evangélico que respira la carta a Fray Elías, de aquel amor que se entrega todo entero y sin reservas aun al pecador más empedernido, se arroja en sus brazos y le dice al oído con infinita ternura: «¿Es verdad, hermano muy amado, que no quieres pedir perdón?» ¿Qué se ha hecho del mandato de Francisco de que ningún fraile ose burlar al pecador, de que todos guarden en secreto su falta y de que le den la mano, como desearían se hiciera con ellos si se hallaran en idénticas circunstancias? ¿Y dónde está aquello otro de que al que cometiere pecado venial no se le diga más sino la palabra del Señor a la pecadora del Evangelio: «Vete y no peques más»?

Cada vez se convencía más Francisco de que tenía que resignarse a ver inexorablemente suprimido o radicalmente modificado lo que él redactaba. Llevado de su profunda veneración hacia el Sacramento del altar, había querido decretar que todo el que encontrara en sitio menos conveniente un papel que contuviera las sagradas palabras de la consagración, o simplemente las palabras «Dios», «el Señor», u otras así, recogiera dicho papel con todo respeto y lo colocara en lugar más decente. Pero los nuevos superiores de la Orden se negaron a comunicar a los frailes en forma de precepto tan delicados sentimientos, tan exquisita piedad para con las palabras santas, so pretexto de que tal mandato pondría en demasiados aprietos las conciencias de los hermanos.

Otra pena grande que afligía el corazón de Francisco era no ver entre los preceptos de la Regla definitiva las memorables palabras evangélicas que tan fuerte impresión habían causado en él y en sus primeros amigos el día de San Matías cuando las oyeron en la misa de la Porciúncula, y que igualmente había encontrado en el Libro Sagrado al consultarlo con Bernardo de Quintaval: «No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero», palabras que desaparecieron completamente de la Regla, imponiendo al Santo, a pesar de toda su humildad, acaso el mayor y más doloroso de todos los sacrificios. Fue aquello como si le hubiesen desgarrado el corazón: ¡desechar por baladí y quimérico el consejo a cuya práctica él había consagrado su vida entera! ¡Y desecharlo precisamente aquellos mismos que debían ser sus más celosos guardadores! Desde ese momento Francisco no tuvo día bueno; un profundo desfallecimiento invadió todo su ser; estaba herido de muerte; erat prope mortem et graviter infirmabatur, atestigua su fiel compañero Fray León (EP 11). Es el mismo Espejo de Perfección el que nos recuerda: «A pesar de saber los ministros que los hermanos estaban obligados a guardar el santo Evangelio según el tenor de la Regla, lograron quitar de ella el capítulo donde se escribía: Nada llevéis para el camino, etc., pensando que con esto quedaban desligados de la obligación de observar la perfección del Evangelio» (EP 3). E igualmente: «Quiso también que se escribiera en la Regla que, dondequiera que los hermanos encontraran los nombres del Señor y las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo en lugares indecorosos o menos decentes, los recogieran y los guardaran reverentemente, honrando así al Señor en sus palabras. Y, aunque no llegó a escribir esto en la Regla, porque a los ministros no les parecía bien que los hermanos lo tuvieran como precepto, sin embargo, en su Testamento y en otros escritos dejó claramente consignada su voluntad acerca de este punto» (EP 65).[1]

Las Leyendas posteriores nos han conservado un como cuadro sinóptico de todos los lances de la lucha de Francisco con los novadores. Cuentan el Espejo de Perfección y Conrado de Offida cómo Francisco se retiró a su ermita de Fonte Colombo, a fin de poder dar, en la oración y el ayuno, la última mano a la Regla de la Orden, haciéndose acompañar de Fray León y Fray Bonicio.

«Francisco se encerraba en una gruta que había en la falda del monte, distante como un tiro de piedra de la gruta de sus dos compañeros; y lo que el Señor le inspiraba en la meditación lo comunicaba a ellos; Bonicio lo dictaba y León lo escribía...».

«Pero muchos ministros se reunieron con el hermano Elías, que era vicario del bienaventurado Francisco, y le dijeron: "Nos hemos enterado de que el hermano Francisco está componiendo una nueva Regla, y tememos que sea tan severa, que no podamos observarla. Queremos, por tanto, que vayas a decirle que no nos queremos obligar a esa Regla. Que la haga para él, no para nosotros".

»El hermano Elías les respondió que no se atrevía a ir, porque temía la reprensión del bienaventurado Francisco. Mas como los ministros insistieran, repuso que no iría solo, sino acompañado de ellos. Entonces fueron todos juntos. Cuando el hermano Elías llegó cerca del lugar donde se hallaba el bienaventurado Francisco, lo llamó. El Santo acudió a la llamada, y, viendo ante sí a los ministros, preguntó: "¿Qué quieren estos hermanos?" El hermano Elías respondió: "Estos son ministros que se han enterado de que estás haciendo una nueva Regla, y, temiendo que sea demasiado austera, dicen y protestan que no quieren someterse a la misma; que la hagas para ti, no para ellos".

»Entonces, el bienaventurado Francisco, con el rostro vuelto al cielo, habló así con Cristo: "Señor, ¡bien te decía que no me harían caso!"

Y al momento oyeron todos la voz de Cristo, que respondía desde lo alto: "Francisco, en la Regla nada hay tuyo, sino que todo lo que hay en ella es mío; y quiero que la Regla sea observada así: a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa". Y añadió: "Yo sé de cuánto es capaz la flaqueza humana y cuánto les quiero ayudar. Por tanto, los que no quieren guardarla, salgan de la Orden".

»Entonces, el bienaventurado Francisco, volviéndose a los hermanos, les dijo: "¡Lo habéis oído! ¡Lo habéis oído! ¿Queréis que os lo haga repetir de nuevo?"

»Y los ministros, reconociendo su culpa, se marcharon confusos y aterrados» (EP 1; Verba Fr. Conradi).

En un principio había yo creído que este relato (que también trae Hubertino de Casale) se refería a la Regla confirmada por el Papa en 1223; pero después de mi visita a Fonte Colombo me he convencido de que no puede referirse sino a la regla anterior, de la cual dice San Buenaventura que Fray Elías la recibió de manos de Francisco y en seguida, para librarse de observarla, pretextó que se le había perdido: «Queriendo Francisco redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió a un monte [Fonte Colombo] con dos de sus compañeros [León y Bonicio] y allí, entregado al ayuno, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración. Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario [Fr. Elías] para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después, de acuerdo con sus deseos, obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado».[2]

Por lo demás, es indudable que la Regla que aprobó Honorio III el 29 de noviembre de 1223 se redactó en Fonte Colombo en una nueva estadía del Santo. Francisco la escribió, dice el Espejo de Perfección, porque «no quiso entrar en lucha con los hermanos, ya que temía mucho el escándalo en sí como en los hermanos, y condescendía, mal de su grado, con ellos, excusándose de esto ante el Señor. Mas para que la palabra que el Señor había puesto en sus labios para bien de los hermanos no volviera a Él vacía, se afanaba por cumplirla en sí mismo con la esperanza de alcanzar del Señor la recompensa. Y al fin su espíritu quedaba sosegado y consolado» (EP 2).

No se vaya a creer por lo que antecede que yo piense que la Regla aprobada por Roma carezca de todo espíritu franciscano. Tan lejos estoy de pensar eso, que, antes al contrario, tengo por cierto que, a no conocer más que ésta, y a no saber, como sabemos por otros caminos, las modificaciones que debió sufrir hasta su redacción definitiva, trabajo nos costaría descubrir en ella otra mano que la de Francisco. Allí están, en efecto, todos los principios esenciales de la doctrina franciscana. A renglón seguido del prólogo, impone la Regla la obligación de «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad» (2 R 1). En toda la serie de los doce capítulos que forman la Regla (y en cuyo número creemos ver un signo de la veneración del Santo hacia los doce Apóstoles) se encuentran a cada paso prescripciones hijas del más genuino espíritu franciscano. Tal es, por ejemplo, la prohibición de recibir dinero (cap. IV); la de apropiarse cosa alguna (cap. VI); el mandamiento de trabajar (cap. V); el de pedir limosna sin avergonzarse (cap. VI); el de usar vestidos viles, sin que por eso se crean los frailes facultados, por orgullo de pobreza, para despreciar a los demás hombres que vieren comer y vestir delicadamente (cap. II). Para su vida itinerante establece Francisco: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). Y, según el santo Evangelio, séales lícito comer de todos los manjares que les ofrezcan (cf. Lc 10,8)» (cap. III). No deben predicar donde el Obispo se lo prohíba (cap. IX); no podrán entrar en los monasterios de monjas (cap. XI); el oficio divino deben rezarlo conforme al rito de la Iglesia romana; en cuanto a los hermanos laicos, lo reemplazarán con el rezo de padrenuestros (cap. III); los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas: «Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración, y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (cf. Mt 5,44). Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (Mt 10,22)» (cap. X).

Por toda la Regla de los Hermanos Menores pasa aún hoy día una llama de aquel fuego que Francisco vino a encender en el mundo, llama que todos los verdaderos hijos del Patriarca se han esforzado por mantener a través de los siglos, siempre viva y pura, sine glossa, sine glossa, como intimó Cristo a Fray Elías en la ermita de Fonte Colombo. «La Regla sin interpretaciones», ved ahí la eterna divisa de todos los franciscanos, la llave con que abren las puertas del Paraíso, y aun llave del Paraíso y anticipo de la vida eterna (cf. EP 76).

Y, en efecto, andando los siglos, vemos aparecer sucesiva y constantemente nuevos Franciscos, tales como Juan de Parma, Hubertino de Casale, Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno, Gentil de Espoleto, Pablo Trinci, y San Bernardino de Siena, y Mateo de Basci, y Esteban Molina. Todos estos grandes hombres han reunido en torno suyo a muchedumbres de frailes descalzos, vestidos de grosera túnica, ceñidos de tosca cuerda, que retirados en los mismos eremitorios que habitaron Francisco y sus primitivos discípulos, entonaban, como un cántico nuevo nunca oído hasta entonces, este capitulo semi-olvidado de su Regla: Los hermanos deben ir por el mundo como peregrinos y advenedizos, sin poseer sobre la tierra otra cosa que el tesoro inalienable de la altísima pobreza (cf. 2 R 6). Son ecos de las armonías de la Porciúncula y de Rivotorto, que de edad en edad vuelven a resonar con nuevo seductor hechizo. Semejantes al soldado suizo que, desde las murallas de Estrasburgo, oía mugir del otro lado del Rin las vacas de su infancia y se lanza al río, los frailes menores arrojan de sí cuanto les puede impedir echarse a nado a través de la impetuosa corriente y ganar la nativa ribera.

 


 

Capítulo XIII – El Pesebre de Greccio

 

Hacia fines del año 1223 se hallaba Francisco en Roma solicitando la confirmación de su Regla, empresa en la que le ayudaba eficazmente Hugolino, según el mismo Cardenal lo asegura después siendo ya Papa: «Cuando aún ocupábamos un oficio menor ayudamos a Francisco a escribir la Regla y a obtener su confirmación pontificia» (Bula Quo elongati, del 28 de septiembre de 1230).

Seguramente, durante esta permanencia en la Ciudad Eterna Francisco volvió a visitar a «su Fray Jacoba» de Settesoli, ya viuda desde 1217. Era esta señora una de las únicas dos mujeres que el Santo conocía por el rostro; la otra era Sta. Clara (2 Cel 112). En ninguna parte, tal vez, se sentía Francisco tan a sus anchas como en este noble hogar, donde tenía su Betania, siendo Jacoba para él a la vez Marta y María. Ella le preparaba los alimentos de que gustaba, entre otros cierta pasta o crema de almendras de que se acordó y deseó comer en su ultima enfermedad (LP . Él le pagó una vez haciéndole un regalo muy en armonía con su espíritu.

Al Santo se le desgarraban las entrañas cada vez que veía llevar un corderillo al matadero, porque al momento se le representaba el sacrificio del Cordero divino sobre el Calvario; y así, siempre que podía, los rescataba y ponía en libertad. Tal hizo un día yendo de camino por la Marca de Ancona, y en seguida se presentó con su rescatada oveja ante el Obispo de Ósimo, a quien tuvo que explicar detenidamente la causa por la que venía con semejante compañera; después, la oveja fue entregada a las monjas de San Severino, las cuales tejieron de su lana una túnica que enviaron de regalo a Francisco mientras se celebraba un Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula (1 Cel 78). Otra vez dio su manto en cambio de dos corderillos que llevaba un campesino: «En otra ocasión, pasando de nuevo por la Marca, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: "¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?" "Porque los llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero". A esto le dijo el Santo: "¿Qué será luego de ellos?" "Pues los compradores -replicó- los matarán y se los comerán". "No lo quiera Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos". Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado» (1 Cel 79). También en la Porciúncula tuvo mucho tiempo una oveja domesticada, que le seguía a todas partes, incluso a la iglesia, donde mezclaba sus balidos con los cánticos de los frailes (LM 8,7).

De manera semejante, Francisco tuvo consigo en Roma un corderillo, y éste fue el presente que regaló a su Fray Jacoba al despedirse de ella. Largo tiempo le vivió a la dama el animalito, y cuéntase que por la mañana la acompañaba a la misa y, cuando ella se quedaba dormida, iba a la cama a despertarla balándole y aun moviéndola con suaves y afectuosos topetones de cabeza (LM 8,7). Con la lana de este cordero hiló y tejió Jacoba el hábito que llevó a la Porciúncula el otoño de 1226, cuando Francisco estaba para morir, y con él fue amortajado el Santo (cf. LP 8; Ed. D'Alençon).

Pero no era sólo en casa de Jacoba donde Francisco hallaba hospitalidad: a menudo se hospedaba también en la de los Cardenales, como hacían por lo regular los demás frailes, porque en los comienzos de la Orden era cosa corriente tener los Cardenales consigo algún hermano menor, «no para que les prestaran servicios, sino debido a su santidad y por la devoción que les habían cobrado» (TC 61). Así, Fray Gil estuvo bastante tiempo en casa del Cardenal Nicolás Chiaramonti, y Fray Ángel en la de León Brancaleone. Era ya casi una moda entre los personajes de la Curia romana tener en su compañía un fraile menor, lo que mereció después amargos reproches de parte de Tomás de Celano, que tronó contra la pereza y vida regalona de aquellos «frailes palaciegos» (2 Cel 120-121).

Francisco no tenía madera de «fraile palaciego» (frater palatinus); por eso, ni aun cuando se hospedaba con Hugolino, olvidaba su obligación de mendigar de puerta en puerta el pan de cada día, y este pan obtenido de caridad era el que comía en la mesa del Cardenal (EP 23; 2 Cel 73). Cuando Francisco se instaló con Fray Ángel Tancredi en la casa del Cardenal Brancaleone y éste le cedió para su habitación una torre solitaria que había en el huerto, donde a Francisco le pareció estar como en una ermita, la primera noche de su estancia en ella, vinieron los guastaldi ("gendarmes")[3] del Señor y se arrojaron sobre él. Al día siguiente preguntó a Fray Ángel: «¿Por qué me habrán azotado así los demonios y con qué designios les habrá dado poder el Señor para hacerme daño? Y continuó: Los demonios son los verdugos mandados por nuestro Señor: como la autoridad envía su verdugo para castigar al que peca, así el Señor, por medio de sus verdugos -esto es, por los demonios, que en esto son sus ministros-, corrige y castiga a quienes ama. Porque muchas veces aun el buen religioso peca por ignorancia, y, cuando no conoce su falta, es castigado por el diablo, para que interior y exteriormente se examine en qué ha faltado. Dios no deja nada impune en esta vida a quienes ama con un amor tierno. Yo, por la misericordia y gracia de Dios, no conozco que en algo le haya ofendido y no me haya enmendado por la confesión y la satisfacción. Es más: por su gran misericordia, me ha concedido Dios la gracia de conocer en la oración todo lo que le agrada o desagrada en mí. Pero puede suceder que el Señor me haya castigado ahora por sus verdugos porque, si bien el señor cardenal me trata con bondad y de buen grado y mi cuerpo tiene necesidad de este descanso, sin embargo, cuando mis hermanos que van por el mundo soportando hambre y otras penurias o viven en eremitorios y casas pobrecitas, se enteren de que yo me hospedo en la casa del señor cardenal, pueden tomar de ello ocasión para murmurar de mí, diciendo: "Mira: nosotros toleramos tantas calamidades y él se permite sus desahogos". Yo estoy obligado a darles siempre buen ejemplo, y para esto les he sido dado. Siempre será de mayor edificación para los hermanos que viva con ellos en lugares muy pobres, que no en otros; y con mayor paciencia sobrellevarán sus tribulaciones si saben que yo paso por las mismas» (EP 67).

El resultado fue que aquel mismo día Francisco dejó el palacio y la torre del Cardenal y se marchó, sin que ni los ruegos de éste ni las torrenciales lluvias que en el mes de diciembre caen sobre Roma, consiguieran detenerle. Pronto pasó la puerta Salara y, a pesar del intenso frío que reinaba, y del viento que soplaba furioso y del barro que cubría los caminos, tomó resueltamente el camino del norte. Iba contento y gozoso, marchando, aunque sin percatarse de ello, con mayor rapidez que solía, con la idea de verse pronto en su querido valle de Rieti y otra vez en compañía de sus hermanos de Fonte Colombo.

Allá, en medio del silencio majestuoso de los montes Sabinos, le esperaba una nueva consolación.

Desde su viaje a Tierra Santa y su visita a Belén había quedado Francisco con el corazón henchido de una devoción particular por la fiesta de Navidad. Uno de esos años cayó dicha fiesta en viernes, y Fray Morico propuso a los hermanos, por tal motivo, guardar abstinencia, pero Francisco le replicó: «Hermano, pecas al llamar día de Venus (etimología del viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no pueden, que a lo menos sean untadas por fuera» (2 Cel 199). A este propósito solía decir también con frecuencia: «Si llego a hablar con el emperador, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia» (2 Cel 200). «Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114).

El año 1223 le fue dado a Francisco celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca usada en el mundo. Había en Greccio un amigo y bienhechor suyo llamado Juan Vellita, quien le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que poseía frente a la ciudad, a fin de que habitasen allí sus frailes. A este gentil hombre mandó, pues, llamar desde Fonte Colombo y le habló de esta manera: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84).

Juan Vellita corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado. A la mitad de la Noche Buena llegaron los hermanos de Fonte Colombo, acompañados de gran multitud de gente de la región, todos con hachas encendidas en las manos. Los frailes se colocaron en torno a la gruta; el bosque estaba alumbrado como en pleno día. Se celebró una misa sobre el pesebre, que servía de altar, a fin de que el divino Niño estuviese allí realmente presente, como lo estuvo en la gruta de Belén. En medio de la fiesta tuvo Vellita extraordinaria visión, en que vio distintamente sobre el pesebre un niño verdadero, pero dormido y como muerto, y he aquí que Francisco se acerca, toma al niño en sus brazos, éste despierta y comienza a acariciar al Santo, pasándole suavemente la mano por la barba y por el burdo vestido. Ninguna maravilla causó, por lo demás, al piadoso Juan semejante aparición, pues estaba acostumbrado a ver resucitar a Jesús, por obra de Francisco, en tantos corazones donde antes dormía o estaba muerto.

Cantado el Evangelio, avanzó Francisco revestido de diácono y vino a ponerse junto al pesebre. Según la expresión de Celano, «el santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo», y «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos» (1 Cel 85-86).

«Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras... Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86).

«El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén» (1 Cel 87).

 


 

Libro IV

El solitario

 

Corpus est cella nostra, et anima est eremita qui moratur intus in cella,

ad orandum Dominum et meditandum de ipso.

El hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño

que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él.

(San Francisco, EP 65).

 

 

Capítulo I – Las cartas de Francisco

 

Sólo dos objetos preocupaban ya la mente de Francisco: poner en práctica, hasta sus menores detalles, su ideal de vida evangélica, para provecho espiritual propio y edificación de sus hermanos; y llenar con nuevos escritos los vacíos que aún notaba en la Regla y que ya no podía remediar en la Regla misma. Eran idos ya aquellos tiempos en que Francisco, primero solo, después en compañía de sus hermanos, recorría el mundo, como cantor inspirado del Evangelio; en los años que le restan de vida se va a limitar a hablar a los hombres por medio de cartas y del espectáculo de su vida privada.

Gran parte de este período de la vida de Francisco tuvo por teatro el valle de Rieti, donde el Santo había predicado una de sus primeras misiones. Este valle se extiende, atravesado por el torrente del Velino, desde Terni hasta Aquila, ceñido de un lado por los montes Sabinos y del otro por la gran cadena de los Abruzzos coronados de nieve y envueltos en perpetuas nubes. Cada una de las villas y lugares que cuelgan de la montaña o rematan sus cimas tenía para Francisco recuerdos de los felices años en que ninguna de sus doradas divinas ilusiones se había desecho ni frustrado, y en que soñaba verdaderamente con llegar a unir la tierra con en el cielo para segura salvación de todos los hombres. Andando los años vino a conocer a fondo el humano corazón, convenciéndose de que nunca faltarán, como en la parábola evangélica, quiénes pretexten el cuidado de sus bueyes, quiénes el de su granja, para excusarse de asistir al banquete divino. Pero sabía también lo que a renglón seguido dice la mencionada parábola, es a saber, que, irritado el padre de familia por el desdén de sus convidados, mandó a sus siervos salir por calles y plazas, por caminos y encrucijadas y que a cuantos pobres y débiles, cojos y ciegos encontrasen, los compeliesen a entrar hasta que se llenase de convidados la sala del banquete. Con más gozo que nunca repetía Francisco las divinas promesas del sermón de la Montaña: «¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los pacíficos! ¡Bienaventurados los limpios de corazón!»

Ya no hablará más a sus frailes como quien tiene sobre ellos autoridad, pero se indignará contra los ministros y prelados que pretendan inducirlos a desdeñar sus enseñanzas. «¿Quiénes son esos -exclamó una vez en un repentino y pasajero arranque- que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Por punto general, a tales contradictores los remitía a Dios y a sus guastaldi o gendarmes.

Si los hermanos menores se apartan del ideal que les ha propuesto, él confía en que los mismos seglares los traerán al buen camino a fuerza de desprecios y recriminaciones (EP 71). En cuanto a él, sólo se cree ya obligado a ayudarles con la oración y el buen ejemplo, para que no tengan por donde excusar su negligencia. Y a la verdad, ¿qué más se podía exigir de un hombre agobiado por la enfermedad? (EP 71).

Porque es ya hora de hablar de la enfermedad, o mejor dicho, de las varias enfermedades que padeció Francisco, principalmente en los últimos años de su vida. Su salud nunca fue muy robusta, y desde joven le vemos continuamente atacado de la fiebre. Más tarde, sus rigurosos y prolongados ayunos acabaron de arruinar su organismo; de donde tomaba pie el demonio para inducirle a la desesperación, diciéndole a menudo: «No hay en el mundo ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia» (2 Cel 116). Raras veces tomaba alimentos preparados y, cuando lo hacía, acostumbraba mezclarlos con ceniza, «porque la hermana ceniza es casta». Dormía muy pocas horas, y casi siempre sentado, o reclinada la cabeza sobre una piedra o sobre un tronco de leño por toda almohada (1 Cel 51-52; LM 5,1). En el eremitorio de las Cárceles y en el Alverna no tenía más cama que una roca desnuda. Bien se comprende que veinte años de vida semejante bastaban y sobraban para destruir la salud más férrea, cuánto más la endeble de Francisco. Padecía frecuentes hemorragias, y a veces éstas eran tales, que los hermanos llegaban a creer que se les moría (1 Cel 105).

Añádase a esto que en Oriente contrajo una enfermedad de la vista, muy común en el clima egipcio, y pasaba temporadas enteras casi ciego. Por todo esto, acaso, solía apellidarse a sí mismo homo caducus, «hombre caduco» (CtaO 3). Vióse, pues, Francisco obligado a continuar su obra de evangelización por escrito, en la que, por lo demás, no brilla menos su ardoroso celo por arrastrar a los hombres al camino que lleva a la eterna bienaventuranza.

Cinco cartas o circulares poseemos escritas por el Santo en este período de su vida, a saber: Carta a todos los fieles[en dos redacciones]; Carta a toda la Orden, un tiempo considerada como Carta al Capítulo de Pentecostés de 1224, al que Francisco no pudo asistir; Carta a los clérigos; Carta a los custodios, y Carta a las Autoridades de los pueblos. A todas las cuales hay que agregar su Testamento, la Última voluntad a Santa Clara, y sus poemas religiosos, entre los que descuella su Cántico del hermano Sol. Al mismo período corresponde, de seguro, otro escrito breve o billete dirigido a Fray León, cuyo autógrafo se conserva todavía.

No hay que buscar en estas cartas de Francisco pensamientos muy nuevos y sorprendentes; son las mismas antiguas sentencias, sus sentencias de siempre las que pretende inculcar y grabar hondamente en el espíritu de todos. Además, dirigiéndose en sus cartas a diferentes grupos de lectores, ningún motivo tenía para cuidarse de evitar repeticiones. A un lector distraído e indiferente, estas cinco cartas, con sus dos o tres asuntos principales que se repiten a la continua, le parecerán pobres de conceptos y de recursos; pero, como observa con mucha razón Boehmer, «si se atiende a la vigorosa personalidad que se revela en cada palabra de estas cartas, al loco del Amor en toda su candorosa sencillez, en toda la plenitud de su sublime amor, se verá luego cómo cobran vida intensa y se truecan en carne palpitante las palabras muertas, y la pobreza de espíritu se torna inagotable riqueza. Porque lo poco que Francisco poseía no era para él accesorio, sino que lo que él poseía le llenaba, le poseía por entero; de donde que sus discursos, lo mismo que su persona, que a ojos poco atentos nada tienen de notable, hacían a todos los hombres el efecto de una revelación».

Al leer por entero las cartas de Francisco, nada se encuentra que no se haya leído en sus Admoniciones, en la Regla Primera y en la Carta a Fray Elías (o Carta a un Ministro). Siempre unas mismas advertencias, de amar y servir a Dios, de vivir vida de conversión, de ayunar (comprendiendo en esta palabra tanto la abstinencia corporal como «la abstinencia moral de los vicios y pecados»), de amar y socorrer a los enemigos, de no buscar la sabiduría terrena ni ambicionar altos puestos, de confesarse y comulgar, de reparar el mal que se haya podido hacer. Esta última advertencia da motivo al Santo para trazarnos un como cuadro moral en que nos pinta la muerte de un pecador:

«Enferma el cuerpo -escribe Francisco-, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo:

--Dispón de tus bienes.

He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensandolo dentro de sí dice:

--He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos.

Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre.

Y al punto hacen venir al sacerdote. El sacerdote le dice:

--¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados?

Responde:

--Quiero.

--¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente?

Responde:

--No.

Y el sacerdote le dice:

--¿Por qué no?

--Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos.

Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.

Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción -si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará. Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán:

--Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió.

Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin» (2CtaF 72-85).

Este cuadro nos hace ver, en la concepción de la naturaleza humana que descubrimos en el mismo, una amargura tan profunda cual no la encontramos en ningún otro escrito de Francisco. Poco tiene de sentimental el retrato en que aparecen esos «domésticos» egoístas y feroces que rodean impasibles el lecho del moribundo y tienen alma para dejarle bajar a los infiernos, con tal que haga el testamento en su favor. Y cuando con sus lágrimas hipócritas le han hecho creer que le aman y le han inducido a terminar su vida culpable con una nueva e irreparable falta, todavía, en presencia de su cadáver caliente, le lanzan horrendas maldiciones por no haber allegado más oro para dejarles. Toda su vida le miraron como un esclavo del trabajo, condenado a atesorar para ellos, sin que ni un ardite les importara por qué medios, si honestos o criminales. A ninguno se le ocurrió nunca pensar que este desgraciado, mientras vivió, trabajaba para ellos a costa de su propia eterna salvación: ¿por qué se iban a preocupar con semejante escrúpulo en su última hora?

Cualquiera imaginaría estar leyendo la más espeluznante novela de León Tolstoi, por ejemplo, aquella en que nos cuenta cómo Iván Ilitch, tendido en su lecho de muerte, se imagina que nadie le ha amado jamás en el mundo, que su mujer no ha visto en él otra cosa que un medio para lograr sus particulares fines, que sus hijos, educados con los mismos sentimientos, le han mirado como simple bestia de servicio, que era fácil de cargar, pero que ahora se les escapa, desgraciadamente. Pero más miserable todavía que este desdichado Iván Ilitch es el moribundo pintado por Francisco, que viene a abrir los ojos demasiado tarde, ¡y demasiado tarde por toda la eternidad!

En la Carta a toda la Orden, dirigida a los hermanos reunidos en el Capítulo de 1224, lo mismo que en las que dirige a los Clérigos y a los Custodios (o superiores de conventos), se esfuerza Francisco por recordar y precisar los encargos que no hallaron cabida en la Regla definitiva. Así, recomienda a los frailes que tengan más respeto por el sacramento del altar; advierte que, cuando se junten varios sacerdotes, basta que uno de ellos diga la misa y los demás la oigan; les encarga que cuiden de recoger y poner en lugar decente todo papel que hallen y que contenga palabras santas; que recen el Oficio divino atendiendo más al recogimiento interior que a la material harmonía del canto; repite a la continua, tanto a los sacerdotes como a los superiores de conventos, la obligación de cuidar siempre de la decencia de los vasos sagrados y de la limpieza de los lienzos del altar, como también de prodigar toda suerte de piadosos respetos al Santísimo Sacramento. En la misa, mientras está en el altar la hostia consagrada, todos deben estar de rodillas, dando gracias a Dios, y entre tanto se han de echar a vuelo las campanas de la iglesia, a fin de que toda la gente de los alrededores tome parte en dicho acto de adoración y piadosas alabanzas.

«Y yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis». «Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo». «Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88; 1CtaF 19-22).

Es verosímil que por este mismo tiempo fue cuando Francisco tuvo la idea de enviar hermanos por todas las provincias con abundantes copones preciosos, encargándoles que diesen uno de ellos a todo sacerdote en cuya iglesia hallasen el Cuerpo del Señor tenido en condiciones menos dignas. Quería también enviar a todas partes hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas (EP 65; 2 Cel 201). Ninguno de estos deseos vio Francisco realizado de un nodo general; pero algo lograría hacer, cuando todavía se conserva en el convento de Greccio uno de esos moldes, regalado por el mismo Santo.

La Carta a las Autoridades de los pueblos, y señaladamente a los podestà y cónsules, jueces y regidores, es un testimonio elocuente del celo de San Francisco por dilatar su acción fuera de la Iglesia a toda la cristiandad. La religión no era para él un asunto de interés privado, sino social; por eso recomienda a todos los que ocupan altos puestos que no se dejen absorber de tal manera por los negocios temporales, que vengan a descuidar el único indispensable; porque, como diría Verlaine setecientos años después: «Cuando venga la muerte, ¿qué nos va a quedar?» Francisco exhorta a los grandes a acercarse a la santa Comunión con la misma humildad que el menor de sus súbditos; les recuerda que tienen el poder prestado por Dios y que, si quieren hacer buen uso de tal préstamo, deben llamar al pueblo todos los días a la oración y a las divinas alabanzas por medio del heraldo o de alguna otra manera. Tal vez se relacione esto con el origen de la oración del Ángelus, instituida más tarde por los franciscanos. El Capítulo general de Pisa, de 1263, ordenó que los frailes rezasen un Avemaría al sonar la campana de la tarde (AF III, p. 329).

A la misma época, sin duda, se remonta la carta dirigida a Fray León en circunstancias en que éste andaba padeciendo las mismas penas que su maestro por causa de las correcciones y supresiones hechas en la Regla. No hay en esta carta el estilo cuidadoso y trabajado que se observa en las circulares, en las que tal vez colaboró Fray Cesáreo de Espira, que había llegado de Alemania el 11 de junio de 1223 (Giano, Crónica). He aquí dicha carta:

«Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo [orig. faciatis, hacedlo] con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven». El original de esta carta se halla desde 1902 en la catedral de Espoleto.

Evidentemente, Francisco da aquí a León un permiso idéntico al que había dado a Cesáreo de Espira. El plural faciatis parece indicar (según Sabatier sospecha) que dicho permiso se daba no sólo a Fray León, sino también a otros hermanos que participaban de sus mismas ideas. Hablando en rigor, Francisco no podía dar tal licencia, puesto que ya no estaba en sus manos el poder legal, o al menos, sólo en sus manos. Pero parece que nunca se formó Francisco una idea bien clara de su situación a este respecto; y así, refiere Eccleston que, después de confirmada y promulgada la Regla, dio Francisco una orden en virtud de la cual, cuando los hermanos fuesen invitados a comer a mesas de seglares, no debían tomar más de tres bocados, para no escandalizar a los laicos con su demasiado apetito (AF I, p. 227). Por otra parte, para más de un fraile, Francisco siguió siendo siempre el verdadero jefe de la Orden; lo cual explica que inmediatamente después de su muerte estallara la lucha, que duró tres siglos, entre los que querían observar literalmente la Regla, para lo que tenían permiso del Santo, y los que se acogían a las mitigaciones concedidas por la Curia de Roma.

 


 

Capítulo II – El ejemplo cristiano

 

Pero el gran ideal de Francisco era siempre instruir a los hombres con el ejemplo más que con la palabra. «Todos los hermanos prediquen con las obras», dice en la Regla (1 R 17,3), y él fue siempre el primero en cumplir esta prescripción. Por eso dice Tomás de Celano con mucha razón que Francisco fue siempre «idéntico de palabra y de vida» (2 Cel 130).

De esta profunda necesidad de edificar con el ejemplo, hallamos muchas pruebas en las estancias de Francisco en el valle de Rieti durante los últimos años de su vida. Así, en el Adviento de 1223 ó 1224 se retiró al eremitorio de Poggio Bustone, a unos 16 Km al norte de Rieti, donde, no permitiéndole la debilidad del estómago tomar alimentos preparados con aceite, tuvo que hacérselos preparar con grasa, y esta infracción del ayuno de Adviento le produjo tales escrúpulos y remordimientos, que acabó por confesarla delante del pueblo reunido en la plaza pública: «Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma [de San Martín] he tomado alimento condimentado con tocino» (EP 62).

Algo parecido le había pasado antes durante el invierno de 1220-1221, en que, obligado por una de las frecuentes recrudescencias de su enfermedad, se había permitido comer carne cocida. Tan pronto como se sintió algo restablecido, ordenó a su vicario Pedro Cattani que lo arrastrase medio desnudo, tirándole del cuello por una cuerda, por las calles de la ciudad de Asís, al terminar su predicación en la catedral. Llegando a la plaza principal y al sitio donde ajusticiaban a los criminales, confesó en voz alta y delante de gran muchedumbre de gente, el pecado de gula que había cometido (EP 61; LM 6,2).

Otra vez, sus hermanos le obligaban, en vista de su estado enfermizo, a llevar un pedazo de paño cosido al hábito por la parte de adentro, con que se resguardase el estómago del frío. Pero el Santo exigió que se le cosiese otro pedazo igual por la parte de afuera, «para que sepan todos lo que llevo por dentro» (EP 62).

Solía decir: «No quiero ser en lo que no se ve otra cosa de lo que soy en lo que se ve». «Y casi siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían, diciendo: "Tales alimentos he tomado". No quería ocultar a los hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor» (EP 62). Si andando por las calles de Asís, hacía alguna limosna y sentía por ello algún secreto contentamiento, al punto se acusaba al hermano que le acompañaba (EP 62). En el retrato que hizo del modelo de Ministro general de la Orden, incluyó este rasgo: «Si alguna vez, por debilidad o por cansancio, necesitase más dieta, no la tome en lugar escondido, sino a la vista de todos, para que los demás no tengan reparo de atender al cuerpo en su flaqueza» (2 Cel 186).

Pero su mayor celo lo empleaba en la guarda de la pobreza. Decía que, si era una felicidad dar limosna, no lo era menos recibirla, y al pan obtenido por mendicación lo llamaba «pan de los ángeles». Quería que, cuando sus hermanos volvían de la cuestación, viniesen cantando himnos de alabanzas a Dios por todo el camino. Los versículos de la Biblia en que se ensalza la pobreza no se le caían nunca de los labios. Una vez le dijo uno de los hermanos en cierto eremitorio: «Vengo de tu celda», y desde aquel momento no quiso entrar más en tal estancia. Una casa con vigas cepilladas le parecía un lujo excesivo, bastándole para habitación una simple cabaña de ramas cubiertas de barro, y por lo regular prefería morar en las cavidades de las peñas, como las raposas del Evangelio (Mt 8,20). La casa de piedra que los ciudadanos de Asís habían construido junto a la Porciúncula, le disgustó tanto, que al punto se puso a demolerla, y había destruido ya el techo cuando llegó el podestà y le prohibió continuar la demolición, en vista de que aquella casa era propiedad del municipio, que había que respetar, y sólo así desistió Francisco. Tenía para sí que el cuidarse del pan de mañana es propio de personas que viven en el lujo; por eso prohibía a sus frailes que preparasen comida de un día para otro; como también recibir limosna de provisiones que no pudiesen consumir inmediatamente. Para desfigurar su hábito acostumbraba coserle piezas extrañas acá y allá sin orden ni concierto; y cuando llegaba el tiempo de reemplazarlo por otro nuevo, esperaba que alguna persona caritativa se lo ofreciese. Al fraile que rehusaba salir a mendigar lo llamaba «hermano mosca» o «hermano zángano», amigo de comer la miel en el panal, pero enemigo de trabajarla (EP 5, 14, 16, 7, 8, 9, 19; 2 Cel 56, 57, 59, 69, 70, 75; LM 7,2.8).

Ningún grado de pobreza le parecía demasiado en sí y en sus hermanos, y solía decirles al ver pasar a algún mendigo harapiento: «Deberíamos avergonzarnos, porque pretendemos ser pobres, que todo el mundo nos llame pobres y nos distinga por nuestra pobreza, y ahí va un hombre que es más pobre que nosotros y de quien nadie hace caso». Para él los mendigos eran personas sagradas, y no toleraba que ninguno de sus frailes se expresase mal de ellos, ni los despreciase, y de buen grado les daba todo lo que poseía: el manto, la túnica y hasta los paños menores, declarando que todo eso era de ellos y que él no quería despojarlos de su propiedad. Otra de sus frases favoritas era ésta: «Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Cualquiera cosa que recibía la reservaba para otro pobre más necesitado que él. Trabajo les costaba a los hermanos conseguir que anduviese regularmente vestido por algún tiempo, porque ninguna ropa, y menos la nueva, le duraba, y la que admitía para sí tenía que ser ya usada por otro. Más de una vez le ocurrió tener que cubrirse parte con la ropa de un hermano, parte con la de otro. De cuando en cuando se veían los frailes constreñidos a recuperar la ropa de Francisco de las manos de aquellos a quienes él la había dado, y si se percataba de ello, aconsejaba al mendigo que no soltara la ropa a menos que se la pagasen; tal aconteció en Colle, pequeño poblado cerca de Ponte San Giovanni, entre Asís y Perusa, con una mujer a quien el Santo había regalado su manto (EP 29-37; 2 Cel 83-90 y 196; LM 8,5).

A menudo llevaba, al hacer estas limosnas, alguna intención particular. Tal aconteció también en Colle con un hombre a quien había conocido antes y que ahora se encontraba en la situación más deplorable. En la conversación que tuvieron le refirió éste los insultos que continuamente recibía de su amo, a quien, por ende, había cobrado un odio atroz. Respondióle Francisco: «Mira, te doy esta capa y te pido que, por amor del Señor Dios, perdones a tu amo». Estas solas palabras bastaron para apaciguar a aquel infeliz, el cual consintió en el acto en la propuesta de Francisco, depuso su rencor y se sintió lleno de la dulcedumbre del espíritu divino (EP 32; 2 Cel 89).

En Rieti encontró a una pobre mujer que padecía la misma enfermedad de los ojos que él, y le dio no solamente ropa, sino una docena de panes (EP 33; 2 Cel 92). Otra pobre, cuyos dos únicos hijos eran frailes de la Orden, vino a la Porciúncula a quejarse a Francisco de sus apuros y angustias; y el Santo, no hallando otra cosa que darle, le dio el ejemplar del Nuevo Testamento que servía para los oficios divinos, a fin de que, vendiéndolo, remediase su necesidad: «Da a nuestra madre -dijo Francisco a su vicario- el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Con el nombre de «nuestras madres» designaba el Santo a todas las que habían dado algún hijo a la Orden (EP 38; 2 Cel 91).

En cierta ocasión estuvo la Porciúncula a punto de perder sus ornamentos de altar; y fue que, habiendo propuesto Pedro Cattani que los nuevos novicios no dieran todos sus bienes a los pobres, sino que reservasen parte de ellos para las necesidades de la Orden, que se hacía de día en día más numerosa, se le opuso tenazmente Francisco «por ser tal medida contraria a la Regla». Y consultado por el vicario sobre cómo alimentaría a tantos hermanos que ingresaban a la Orden, le contestó el Santo: «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4).

Procuraba, pues, el Santo por todos los medios conservar la pureza de su vida y que ésta fuese un trasunto perfecto del Evangelio, no ya en la apariencia sino en realidad de verdad. Por tal razón no podía sufrir que sus hermanos abusasen de las limosnas que mendigaban por amor de Dios, dándoles otro empleo del que cumplía a verdaderos pobres. Kétteler, el célebre obispo de Maguncia, encontró una vez a los pobres que vivían a costa de su caridad, refocilándose bonitamente con un pato asado y una botija de buen vino, y se felicitó de que sus dones hubiesen servido a sus favorecidos para pasar un tan alegre rato. Francisco, en análogas circunstancias, se mostraba mucho menos indulgente con sus frailes.

Y así sucedió que, un lunes de pascua, queriendo los frailes del convento Greccio celebrar tanto la fiesta del día como la presencia de un ministro que había venido a visitarlos, cubrieron la mesa con elegante mantel y pusieron sobre ella vasos de vidrio en vez de los groseros cubiletes de que habitualmente se servían. Poco antes del mediodía llegó Francisco y, sabedor de lo que pasaba, salió de nuevo, recogió un sombrero viejo que un mendigo había botado en la calle y con él puesto y apoyado en un bastón, se presentó a la puerta del refectorio cuando los demás hermanos estaban ya sentados a la mesa. Golpeó, le abrieron sin reconocerle, y dijo con voz quejumbrosa imitando la de los pordioseros: Per l'amor di misser Domeneddio, faciate elimosina a questo povero ed infirmo peregrino!, «¡por amor del Señor Dios, dad limosna a este peregrino pobre y enfermo!»

Invitado generosamente por los comensales, entró al refectorio, y entonces todos lo conocieron, pero ninguno se atrevió a nombrarlo; se sentó humildemente en tierra junto al fuego y empezó a comer la sopa y una rebanada de pan que uno de ellos le sirvió: nadie osó hablar palabra ni probar bocado, viendo a su maestro sentado en el suelo, en oscuro rincón, como una cenicienta, con su plato de sopa sobre las rodillas, y ellos muy acomodados a la elegante mesa. De pronto Francisco dejó la cuchara y comenzó a decir como quien habla consigo a solas: «Siquiera ahora me hallo sentado como verdadero hermano menor, mientras que, cuando entré, al ver tan suntuosa mesa, no podía persuadirme de que los a ella sentados fuesen esos mismos pobres frailes que van por las calles mendigando de puerta en puerta el pan de cada día». Al oír esto, se levantaron todos y se arrojaron a los pies de su maestro a pedirle perdón, algunos sin poder contener las lágrimas (EP 20; 2 Cel 61).

Esta escena trae a la memoria otro episodio no menos característico. Eran los días de Navidad, y Francisco se hallaba sentado a la mesa con sus hermanos, uno de los cuales se puso luego a hablar de las míseras circunstancias en que nació el Niño Jesús, ponderando cuánto habría tenido que sufrir la Virgen al dar a luz a su Hijo en un establo, sin más cama ni almohada que unas pajas de heno, sin más abrigo que el rigor del frío invernal y el hálito del buey y del asno. Francisco escuchaba silencioso, cuando he aquí que de repente se levanta, rompe a llorar y se baja a sentarse en la desnuda y fría tierra, con el pan en la mano, todo avergonzado de estar allí más cómodo que lo estuviera Jesús y María en el pesebre (2 Cel 200).

Francisco había llegado a habituarse a carecer de todo bienestar de tal manera, que ya la comodidad le causaba verdadero tormento. A causa de su enfermedad de los ojos, tuvo que someterse a una dolorosa operación en que le quemaron las sienes con un hierro candente para curarle. Después, los hermanos de Greccio le obligaron a aceptar y usar una almohada blanda durante la noche. A la mañana siguiente Francisco les dijo: «Sabed que vuestra maldita almohada me ha quitado el sueño. Todo daba vueltas a mi alrededor y las piernas me temblaban; creo que, cuando menos, estaba el diablo en esa almohada». Acto continuo mandó a un fraile que se la llevara con toda precaución y la arrojara por encima del hombro sin volverse a mirarla (EP 98; 2 Cel 64).

No era ésta la primera vez que el Santo se creía perseguido por los poderes infernales. Con frecuencia, estando él durante la noche orando en alguna iglesia abandonada o en la soledad de alguna ermita, le parecía como que alguien le espiaba por detrás, o atravesaba junto a él con paso rápido, o asomaba una horrible cabeza por encima de su hombro como leyendo en el libro que él tenía abierto (EP 59-60; 2 Cel 115; LM 10,3). Otras veces, en medio del fragor de la tempestad que azotaba los árboles del bosque, oía voces que le llamaban; otras, el grito desapacible de la lechuza le parecía burla grosera del demonio. Pero nada le producía más intolerable espanto que cierto murmullo, apenas sensible, que a la continua percibía en el silencio mortal de sus vigilias nocturnas, como si unos labios infames y burlones musitaran a su oído: «¡Todo es inútil, Francisco! Ruega e implora cuanto quieras; siempre serás mío». Entonces el pobre Francisco luchaba desesperadamente por su salvación eterna. Cuando a la mañana siguiente los frailes se acercaban a él, lo hallaban pálido y descompuesto, agotado por el combate sostenido con los poderes infernales. Una de aquellas mañanas dijo a Fray Pacífico, explicándole sus angustias de la noche anterior: «Es que siempre me parece que soy el más grande pecador que ha habido en el mundo». Pero, en aquel mismo instante, el que fuera rey de los versos, tuvo una visión en que divisó el cielo abierto y en él un trono desocupado, rodeado de ángeles, y oyó una voz que le advirtió que aquel trono era el que había dejado Lucifer al salir del cielo para caer en el infierno, y se reservaba a Francisco en premio a su humildad maravillosa (cf LM 6,6).

 


 

Capítulo III – Las lecciones cristianas

 

Con la experiencia que, según hemos visto, tenía Francisco de la vida espiritual, no podía menos que ser un excelente director de sus discípulos.

Les enseñaba, sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad -explicó a un hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo» (2 Cel 118). Otras veces tornaba a su imagen favorita del papel de guastaldi o gendarmes de Dios que desempeñan los demonios. Refiriéndose a Fray Bernardo de Quintaval, habló así: «Os digo que para probar al hermano Bernardo han sido asignados demonios muy astutos y los más malos entre los malos; pero, por más que se empeñen incansables en hacer caer del cielo la estrella, el resultado, sin embargo, será muy otro. Cierto que será atribulado, aguijoneado, congojado, pero al fin triunfará de todo. Al acercársele la muerte, calmada toda tempestad, ya vencida toda tentación, disfrutará de admirable serenidad y paz, y al término de la carrera de la vida volará felizmente a Cristo» (2 Cel 48). Y, en efecto, así sucedió. En los últimos años de su vida se halló el alma de Bernardo completamente libre de lo terreno y, según la expresión de Fray Gil, «se alimentaba volando, como hacen las golondrinas». A veces se iba a los montes y durante veinte días y hasta un mes, según cuentan las Florecillas, andaba errando por las más altas cimas, absorto en le contemplación de las cosas del cielo. Al momento de morir dijo a los hermanos que le rodeaban: «Ni por mil mundos como éste que dejo consentiría yo en servir a otro amo que a mi Señor Jesucristo», y radiante de sobrehumana alegría voló a la patria de los santos (Flor 28 y 6).

Otro de los discípulos de San Francisco que era también muy molestado de graves tentaciones fue Fray Rufino, a quien, como a su maestro, andaba siempre soplando al oído el enemigo antiguo que perdía su tiempo y sus penitencias, porque no era del número de los predestinados. Un día se imaginó ver al mismo Jesucristo en persona que le decía: «¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados». Desde aquel mismo instante, densas tinieblas envolvieron el alma del mísero Rufino, y perdió toda la confianza y cariño que tenía por su maestro, y permanecía encerrado en su celda, sentado, cariacontecido, sin querer orar ni acudir a los oficios con los demás frailes. ¿A qué venía ya todo eso, si su destino era el fuego eterno en compañía del demonio y demás ángeles malos, y era el mismo Jesucristo quien se lo había asegurado?

En vano Francisco mandaba al hermano Maseo a buscarlo. Desazonado y furioso, respondía Rufino con brusquedad: «¿Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco?» Por fin, fue éste en persona a sacar de las tinieblas a su pobre Rufino. Desde lejos ya empezó a gritarle: «¡Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?» Y acercándosele comenzó a demostrarle cómo era el diablo y no Cristo quien le había dicho que estaba condenado. Y le añadió Francisco: «Si vuelve otra vez el demonio a decirte: "Estás condenado", no tienes más que decirle: "¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!", y verás cómo huye en cuanto tú le digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio. En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne».

Con esto comprendió Rufino el engaño, le saltó el corazón dentro del pecho y, llorando amargamente, se arrojó a los pies de Francisco, entregándose de nuevo a su dirección. En seguida se levantó lloroso, pero feliz, esforzado y consolado. No tardó el demonio en aparecérsele otra vez en forma de Cristo; pero Rufino lo recibió intrépidamente y le dijo lo que Francisco le había enseñado. «El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían, salieron del eremitorio de las Cárceles, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras. Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda. Estando en ella devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y (...) lo dejó lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba absorto y arrobado en Dios. Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él, en llamarlo "San Rufino" aun estando vivo en la tierra» (Flor 29; cf. 2 Cel 124 y 32-33).

 

* * *

 

En la convivencia feliz de sus compañeros fieles, en medio de los encantos de la vida común y de las dulces conversaciones que con ellos mantenía durante su estancia en el valle de Rieti, lejos del mundanal ruido, Francisco se olvidaba de todo cuanto se hacía más allá de las montañas, se olvidaba de sus hermanos de Bolonia y de París, de los frailes palaciegos, de los estudiantes universitarios, de todos aquellos frailes, en suma, que vivían y obraban muy de otra manera de la que él habría deseado que obrasen y viviesen. Queriendo como contrarrestar la tristeza que le causaba el espectáculo de la vida de estos frailes, se puso a trazar una especie de modelo de hermano menor ideal, y en este quehacer empleaba sus ocios en aquella bendita soledad: «Sería buen hermano menor -decía- aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).

Francisco experimentaba un gozo inmenso cuando encontraba, fuera del círculo de sus más íntimos compañeros, otros hermanos dignos de pertenecer a este pequeño grupo de fieles. Así sucedió el día en que un clérigo español le describió la vida penitente que hacían sus frailes en España: «Tus hermanos, que viven en un eremitorio pobrecillo de nuestra tierra -le dijo el viajero-, se habían reglamentado su forma de vida de tal modo, que la mitad de ellos atendía a los quehaceres de casa, y la otra mitad a la contemplación. Así, cada semana la vida activa se tornaba contemplativa, y la quietud de los contemplativos activa. Un día, puesta la mesa y hecha la señal de llamada, acuden todos menos uno de los contemplativos de turno. Después de alguna espera se van a la celda para llamarlo a la mesa, a tiempo en que él, en una mesa más espléndida, era alimentado por el Señor. Y así es como le encuentran postrado rostro en tierra, tendido en forma de cruz, sin respiración ni movimiento que diera señales de vida. A su cabeza y a sus pies ardían dos candelabros, que con su resplandor alumbraban maravillosamente la celda. Le dejan en paz para no estorbar la unción, para no despertar a la amada hasta que ella quiera... De pronto el hermano vuelve en sí, se levanta luego y, acudiendo a la mesa, pide perdón por la tardanza». Semejante relato llenó de gozo el corazón de Francisco, que no pudo contenerse y exclamó: «Gracias te doy, Señor, santificador y guía de los pobres, que me has regocijado con tales noticias de mis hermanos. Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su profesión sea fragante» (2 Cel 178).

Del mismo linaje de verdaderos franciscanos eran aquellos otros dos hermanos que, de muy lejos, llegaron una vez a Greccio a visitar a Francisco. El único motivo del viaje era ver al Santo y recibir de él la bendición hacía tiempo deseada. La vida del Santo en sus últimos años había venido a tal apartamiento del mundo, que ninguno de sus frailes osaba hablarle cuando le veían retirado orando en la soledad, y durante esas temporadas ellos se arreglaban sus asuntos como podían. Precisamente tal cosa pasaba el día en que llegaron nuestros peregrinos: Francisco acababa de partir para su retiro, y no se sabía cuándo volvería. Los extranjeros, que no podían esperar por mucho tiempo, quedaron desolados al ver la inutilidad de su viaje, y se decían el uno al otro: «He aquí el castigo de nuestros pecados: evidentemente somos indignos de recibir la bendición de nuestro padre». Y emprendieron el descenso de la montaña, con el corazón lleno de tristeza, no obstante los fraternales consuelos que les prodigaron los otros hermanos que se ofrecieron a acompañarlos hasta el llano. De repente oyen una voz que los llama desde lo alto del monte; se vuelven y ven a Francisco de pie en el umbral de su celda. Ambos peregrinos caen de rodillas con el rostro vuelto hacia su padre y reciben, con intenso júbilo de sus almas, la bendición que él les imparte desde arriba, haciendo lentamente y con muchísimo afecto la señal de la cruz. Con esto, los dos peregrinos, doblemente contentos, porque habían logrado con ventaja su intento y un milagro, se volvieron alabando y bendiciendo al Señor (2 Cel 45).

Las diversas biografías nos han conservado muchos otros rasgos reveladores de la delicada y profunda ternura de Francisco para con sus hijos, así como de su maravilloso conocimiento de las almas. Conociéndose a sí mismo como se conocía, era natural que conociese también perfectamente a los demás, y ellos tenían la íntima convicción de que él penetraba hasta lo más secreto de sus corazones. Es la impresión que tuvo un día, por ejemplo, uno de los compañeros de Francisco, Fray Leonardo de Asís. Al volver de ultramar, el Santo, por la fatiga del camino y por su debilidad, tuvo que montar por algún tiempo sobre un asno. Fray Leonardo que le seguía, fatigado también él, y no poco, comenzó a decir para sí, víctima de la condición humana: «Los padres de él y los míos no se divertían juntos. ¿Por qué razón el hijo de Pedro Bernardone viaja en asno, y yo, que soy de más noble familia que él, voy a pie?» Iba pensando esto el hermano, cuando de pronto se desmontó el Santo y le dijo: «No, hermano, no está bien que yo vaya montado y tú a pie, pues en el siglo tú eras más noble y poderoso que yo», y lo invitó a subir en el jumento. Leonardo quedó sorprendido y todo ruborizado al reconocerse descubierto por el Santo. Se le postró a los pies, y, bañado en lágrimas, confesó su pensamiento, ya patente, y pidió perdón al tiempo que le suplicaba que volviese a montar (2 Cel 31). Celano refiere también cómo Francisco descubrió los ocultos sentimientos de un hermano que, so pretexto de observar la ley del silencio, rehusaba confesarse (2 Cel 28). Por su parte, las Florecillas refieren que el Santo leyó en el corazón de Fray Maseo su enojo y murmuración por tener que partir de Siena sin despedirse del obispo (Flor 11).

Para todo género de tentaciones Francisco recomendaba siempre tres remedios: el primero era la oración; el segundo, la obediencia, con que uno se habitúa a cumplir la voluntad ajena; y el tercero, la alegría en el Señor, que ahuyenta siempre todos los pensamientos sombríos y perversos. Y al mismo tiempo que daba estos remedios, los tomaba él mismo, y era maestro aventajado en cuanto a usarlos. Desde que dejó el gobierno de la Orden tuvo siempre consigo un hermano a quien obedecía como superior suyo, importándole poco saber quién era este compañero: obedecía con igual rendimiento al último de los novicios de la Orden que a Bernardo o a Pedro Cattani. Siempre se mostraba satisfecho de los que le rodeaban, y si alguno de ellos decía o hacía algo que le disgustase, se retiraba callado a orar hasta que lograba vencer el mal humor, y nunca lo mencionaba a nadie.

Un día le pidieron los hermanos que les enseñara cómo era la perfecta obediencia, y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió: «Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno» (2 Cel 152).

Francisco procuraba, por su parte, imitar al cadáver en la sumisión, y quería que sus verdaderos hermanos lo siguiesen en esto, como en todo lo demás. Per lo merito della santa ubbedienza, «por el mérito de la santa obediencia» mandó una vez Francisco a Fray Bernardo que le pisase en la boca en castigo de cierto mal pensamiento que había tenido contra él (Flor 3).

Hay incluso en los escritos de Francisco un pasaje en que la concepción de la obediencia reviste un carácter casi budista. Dice así: «La santa obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18).

Esto nos recuerda a los discípulos de Sakiamuni que se dejaban despedazar por los tigres antes que oponer resistencia al mal. Que tal modo de pensar no era en Francisco el resultado de un humor pasajero, lo prueba el caso que se cuenta, de que una vez se le pegó fuego al hábito; él tiró a apagarlo al principio, pero en seguida lo dejó, arrepentido de haber querido quitar «al hermano fuego» la carne que él deseaba devorar (EP 116-117).

Uno de los medios más eficaces para obtener la paz del alma era para Francisco la obediencia, entendida ésta en el sentido de renuncia completa a toda voluntad personal, de absoluta sumisión a todo mandamiento y a toda violencia. Tal era, por lo demás, la lección que Francisco había aprendido de su divino Maestro: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames... Si alguno viene donde mí y no odia... hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío... Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24).

Otro de los medios recomendados por Francisco como indispensables para llegar a la perfecta paz interior, era la oración, pero la oración constante, «no interrumpida». Tomas de Celano describe a Francisco como «hecho todo él no ya sólo orante, sino oración», totus non tam orans quam oratio factus. Era como si no estuviera separado de la eternidad más que por un delgado tabique; con frecuencia se le otorgaba el favor singularísimo de oír las harmonías de los ángeles a través de aquel tabique. En esos instantes bienaventurados se quedaba en profundo silencio, interrumpía toda conversación con las criaturas, y los frailes que lo observaban, le veían cubrirse el rostro con el manto o con las manos; después le oían lanzar hondos suspiros o murmurar entre dientes palabras misteriosas; otras veces le veían menear la cabeza, como quien conversa con alguien. Cuando esto notaban, se salían sin meter ruido, pues bien sabían que él no gustaba de que le viesen cuando estaba en oración. Se dice que una vez el obispo iba a turbarle en su retiro, y al instante perdió el habla, y sin ella permaneció largo tiempo. Francisco, por su parte, celaba con gran esmero su devoción; para lo cual se levantaba muy temprano y sin hacer el menor ruido, a fin de no ser de nadie sentido; después se iba al bosque en busca de mayor tranquilidad para sus ejercicios. Más de una vez, sin embargo, un fraile que, llevado de la curiosidad, solía seguirle al bosque le vio rodeado de una gran luz y acompañado de Cristo, de la Virgen y de muchedumbre de ángeles y santos que conversaban con él. Terminada su oración, se volvía a casa, pero prohibía que nadie le hablase sobre lo que había pasado en su retiro. Con frecuencia decía a sus discípulos: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro". Así debe ser -añadía-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva» (2 Cel 94-100).

Además de la oración privada en el retiro, recomendaba Francisco la oración en común. Las Florecillas nos lo muestran orando en compañía de Fray León. En su Carta a toda la Orden da normas a sus hermanos para la recitación del breviario. A pesar de la extrema debilidad que siempre le aquejaba, nunca consentía en apoyarse al rezar el salterio con los frailes. En sus viajes siempre rezaba sus oraciones de pie y con la cabeza descubierta, y si iba a caballo, se apeaba para hacer sus rezos. Un día del mes de diciembre de 1223 venía de Roma, y por el camino le sorprendió una lluvia torrencial, la que, sin embargo, no le impidió rezar su breviario, ni continuó el viaje hasta después que terminó su rezo; y, como el compañero le riñese por semejante imprudencia, Francisco le respondió: «¿Por ventura no debe el alma tomar su alimento con igual reposo que el cuerpo?» (2 Cel 96). Otra vez, aprovechando sus ratos de ocio, había tallado un vaso de madera; una mañana sintió tocar a tercia a las 9, y acudió para rezarla; pero estando en su rezo se le vino al pensamiento el trabajo que había ejecutado, y de tal manera le ocupó la mente, que vino a distraerle por completo de los salmos, que iba recitando sólo con los labios. Pronto cayó en la cuenta de su distracción y de la causa que la producía. Y lo echó al fuego para que se quemase (2 Cel 97).

En verdad que Francisco tomaba en serio el acto de la oración. Hay costumbre entre los cristianos de prometerse los unos a los otros encomendarse a Dios mutuamente en la oración, y no siempre se cumplen tales promesas. Pero Francisco no lo entendía así. Una vez el abad del convento del San Justino, en Perusa, le pidió, acaso por pura fórmula, que rogase a Dios por él: apenas se había éste marchado, dijo el Santo a su compañero: «Hermano, espérame un poco, que quiero pagar la deuda contraída» (2 Cel 101).

Pero lo que sobre todo anhelaba Francisco era oír diariamente la santa misa, cosa que le era fácil, por cierto, cuando se hallaba en una ciudad o aldea, mas no en la montaña, en la soledad de los eremitorios, pues el camino de las Cárceles a Asís, o de las Celdas a Cortona era muy largo. Inestimable fue, por lo tanto, el favor que, en diciembre de 1224, hizo Honorio III a los frailes concediéndoles que pudiesen celebrar misa en sus eremitorios sobre un altar portátil. Desde aquel día nunca dejó Francisco de rogar a León o a Benito de Piratro, ambos sacerdotes, que le dijesen la misa; y si eso no era posible por no haber sacerdote a mano, pedía que, al menos, le leyesen el Evangelio, lo que hacía siempre uno de los hermanos hacia la hora del mediodía (EP 117).

En el breviario de San Francisco que, antes de 1260, Fray Ángel y Fray León entregaron a la abadesa del monasterio de Santa Clara en Asís, donde aún se conserva, hay una nota manuscrita de Fray León que dice así: «El bienaventurado Francisco adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso servirse de él para decir el oficio divino cuando gozaba de buena salud, como se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el oficio, quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. También hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia hacia el Señor» (BAC, p. 974).

El tercer medio para obtener la paz interna era, según la enseñanza de Francisco, la continua alegría. «Al demonio y a su comparsa -decía- toca estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y gozarnos en el Señor». Decía también que la tristeza es el «mal babilónico», porque lleva de nuevo, en este mundo, a la ciudad de Babel, ya abandonada. Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). No quería ver en torno a sí rostros abatidos ni caras mustias; trataba de que sus hermanos no fuesen unos soñadores melancólicos, sino hijos de la luz. Y a los que le preguntaban cómo era posible conseguir semejante continuo gozo, respondía que «la alegría espiritual trae su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota oración». Sólo el pecado y la tibieza son capaces de extinguir u oscurecer la luz espiritual que debe brillar en los corazones. Si el espíritu se enfría y poco a poco se hace infiel a la divina gracia, entonces se levantan la carne y la sangre pretendiendo dominarlo y apropiárselo todo (2 Cel 125-128; EP 95-96).

Pero es condición indispensable para disfrutar de esta divina alegría, permanecer libres no sólo de todo pecado mortal, sino de toda falta, aun la más leve. Basta la presencia de la más pequeña mota de polvo en el ojo para perturbar o impedir la vista corporal. Y Francisco enseñaba a sus discípulos a evitar cuidadosamente todas las motas de polvo de ese género, y en particular les advertía que evitasen las familiaridades con mujeres. Él mismo, en presencia de una mujer, tenía siempre los ojos fijos en el suelo o elevados al cielo; y cuando la conversación con ella llevaba camino de prolongarse más de lo justo, la cortaba en seco. Una vez, cerca de Bevaña, le atendieron a él y a su compañero dos piadosas mujeres, madre e hija, llevándoles lo que necesitaban; el Santo, en agradecimiento, las confortó con todo género de sabios consejos y piadosas conversaciones, pero sin mirarlas al rostro. Cuando ellas se fueron, el compañero le preguntó: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa, consagrada a Dios, que ha venido a ti con tanta devoción?» Y Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?». Para Francisco, toda mujer piadosa era una prometida de Cristo; por eso, considerándose a sí mismo como el menor de los siervos del Señor, nunca osaba mirar a tales personas (2 Cel 114). Es la misma lección que se deduce de la parábola que solía repetir el Santo contra la falta de modestia en mirar a las mujeres: uno de los mensajeros del rey fue despedido del palacio por haberse atrevido a poner los ojos en la esposa del monarca (2 Cel 113).

Se comprende, pues, que el divino Maestro recompensara tan completa y absoluta renuncia de todo lo terreno con una alegría igualmente completa y perfecta. Había momentos, y aun horas enteras, en que esta alegría tomaba forma de canto íntimo, y él lo entonaba con la voz externa, frecuentemente en francés, como en otro tiempo cuando, en compañía de Fray Gil, iba por las calles de Asís anunciando el Evangelio. Y mientras más dulce era la interior melodía, más alto levantaba él la voz para traducirla. A veces tomaba dos trozos de leño, apoyaba el uno debajo de la barba, como se hace con la viola, y le frotaba con el otro, a guisa de arco, y seguía cantando cada vez más alto, cada vez con más entusiasmo al son de aquella música que sólo él oía, y que acompañaba hasta con rítmicos movimientos del cuerpo. Por fin, la emoción le dominaba por completo, y entonces arrojaba la viola y el arco, y, deshecho en lágrimas abrasadoras, se arrobaba en sublime y delicioso éxtasis (EP 93; 2 Cel 127).

 




[1] - «Quiso también que en la Regla constaran muchas cosas que con asidua oración y meditación pedía al Señor para utilidad de la Religión; y afirmaba que todo ello era absolutamente según la voluntad de Dios. Pero, cuando lo comunicaba a los hermanos, les parecía a éstos carga pesada e imposible de soportar... Francisco no quiso entrar en lucha con los hermanos...» (EP 2). También Celano nos recuerda: «Solía decir: "En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico". Hasta quiso incluir estas palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada» (2 Cel 193).

[2] - LM 4,11.- Lo mismo refiere el Espejo de Perfección, tomándolo tal vez de Fray Iluminado, o acaso de Fray León. Ahí leemos también que la segunda Regla redactada por Francisco se perdió: «Después que se perdió la segunda Regla compuesta por el bienaventurado Francisco, subió éste a un monte con el hermano León de Asís y con el hermano Bonicio de Bolonia para redactar otra Regla (cf. LP 17). La hizo escribir según Cristo se lo iba mostrando» (EP 1). Muchas son las pruebas que muestran cuán poco escrupuloso era Elías en la elección de sus medios. Así, en el Capítulo general de 1239, pretendió justificarse con falsedades evidentes, diciendo, por ejemplo, que él fue admitido en una Orden cuya regla, la no bulada de Inocencio, no exigía el voto de pobreza, lo que le había permitido recibir dinero (AF III, p. 231).

[3] - Guastaldi, palabra lombarda que significa gendarmes y con la que el Santo designaba a los demonios.


Grupo

ViveTuFeCatolica
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis