¡Dios te salve María!
 

solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia» (2 Cel 200). «Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114).

El año 1223 le fue dado a Francisco celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca usada en el mundo. Había en Greccio un amigo y bienhechor suyo llamado Juan Vellita, quien le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que poseía frente a la ciudad, a fin de que habitasen allí sus frailes. A este gentil hombre mandó, pues, llamar desde Fonte Colombo y le habló de esta manera: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84).

Juan Vellita corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado. A la mitad de la Noche Buena llegaron los hermanos de Fonte Colombo, acompañados de gran multitud de gente de la región, todos con hachas encendidas en las manos. Los frailes se colocaron en torno a la gruta; el bosque estaba alumbrado como en pleno día. Se celebró una misa sobre el pesebre, que servía de altar, a fin de que el divino Niño estuviese allí realmente presente, como lo estuvo en la gruta de Belén. En medio de la fiesta tuvo Vellita extraordinaria visión, en que vio distintamente sobre el pesebre un niño verdadero, pero dormido y como muerto, y he aquí que Francisco se acerca, toma al niño en sus brazos, éste despierta y comienza a acariciar al Santo, pasándole suavemente la mano por la barba y por el burdo vestido. Ninguna maravilla causó, por lo demás, al piadoso Juan semejante aparición, pues estaba acostumbrado a ver resucitar a Jesús, por obra de Francisco, en tantos corazones donde antes dormía o estaba muerto.

Cantado el Evangelio, avanzó Francisco revestido de diácono y vino a ponerse junto al pesebre. Según la expresión de Celano, «el santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo», y «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos» (1 Cel 85-86).

«Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras... Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86).

«El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén» (1 Cel 87).

 


 

Libro IV

El solitario

 

Corpus est cella nostra, et anima est eremita qui moratur intus in cella,

ad orandum Dominum et meditandum de ipso.

El hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño

que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él.

(San Francisco, EP 65).

 

 

Capítulo I – Las cartas de Francisco

 

Sólo dos objetos preocupaban ya la mente de Francisco: poner en práctica, hasta sus menores detalles, su ideal de vida evangélica, para provecho espiritual propio y edificación de sus hermanos; y llenar con nuevos escritos los vacíos que aún notaba en la Regla y que ya no podía remediar en la Regla misma. Eran idos ya aquellos tiempos en que Francisco, primero solo, después en compañía de sus hermanos, recorría el mundo, como cantor inspirado del Evangelio; en los años que le restan de vida se va a limitar a hablar a los hombres por medio de cartas y del espectáculo de su vida privada.

Gran parte de este período de la vida de Francisco tuvo por teatro el valle de Rieti, donde el Santo había predicado una de sus primeras misiones. Este valle se extiende, atravesado por el torrente del Velino, desde Terni hasta Aquila, ceñido de un lado por los montes Sabinos y del otro por la gran cadena de los Abruzzos coronados de nieve y envueltos en perpetuas nubes. Cada una de las villas y lugares que cuelgan de la montaña o rematan sus cimas tenía para Francisco recuerdos de los felices años en que ninguna de sus doradas divinas ilusiones se había desecho ni frustrado, y en que soñaba verdaderamente con llegar a unir la tierra con en el cielo para segura salvación de todos los hombres. Andando los años vino a conocer a fondo el humano corazón, convenciéndose de que nunca faltarán, como en la parábola evangélica, quiénes pretexten el cuidado de sus bueyes, quiénes el de su granja, para excusarse de asistir al banquete divino. Pero sabía también lo que a renglón seguido dice la mencionada parábola, es a saber, que, irritado el padre de familia por el desdén de sus convidados, mandó a sus siervos salir por calles y plazas, por caminos y encrucijadas y que a cuantos pobres y débiles, cojos y ciegos encontrasen, los compeliesen a entrar hasta que se llenase de convidados la sala del banquete. Con más gozo que nunca repetía Francisco las divinas promesas del sermón de la Montaña: «¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los pacíficos! ¡Bienaventurados los limpios de corazón!»

Ya no hablará más a sus frailes como quien tiene sobre ellos autoridad, pero se indignará contra los ministros y prelados que pretendan inducirlos a desdeñar sus enseñanzas. «¿Quiénes son esos -exclamó una vez en un repentino y pasajero arranque- que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Por punto general, a tales contradictores los remitía a Dios y a sus guastaldi o gendarmes.

Si los hermanos menores se apartan del ideal que les ha propuesto, él confía en que los mismos seglares los traerán al buen camino a fuerza de desprecios y recriminaciones (EP 71). En cuanto a él, sólo se cree ya obligado a ayudarles con la oración y el buen ejemplo, para que no tengan por donde excusar su negligencia. Y a la verdad, ¿qué más se podía exigir de un hombre agobiado por la enfermedad? (EP 71).

Porque es ya hora de hablar de la enfermedad, o mejor dicho, de las varias enfermedades que padeció Francisco, principalmente en los últimos años de su vida. Su salud nunca fue muy robusta, y desde joven le vemos continuamente atacado de la fiebre. Más tarde, sus rigurosos y prolongados ayunos acabaron de arruinar su organismo; de donde tomaba pie el demonio para inducirle a la desesperación, diciéndole a menudo: «No hay en el mundo ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia» (2 Cel 116). Raras veces tomaba alimentos preparados y, cuando lo hacía, acostumbraba mezclarlos con ceniza, «porque la hermana ceniza es casta». Dormía muy pocas horas, y casi siempre sentado, o reclinada la cabeza sobre una piedra o sobre un tronco de leño por toda almohada (1 Cel 51-52; LM 5,1). En el eremitorio de las Cárceles y en el Alverna no tenía más cama que una roca desnuda. Bien se comprende que veinte años de vida semejante bastaban y sobraban para destruir la salud más férrea, cuánto más la endeble de Francisco. Padecía frecuentes hemorragias, y a veces éstas eran tales, que los hermanos llegaban a creer que se les moría (1 Cel 105).

Añádase a esto que en Oriente contrajo una enfermedad de la vista, muy común en el clima egipcio, y pasaba temporadas enteras casi ciego. Por todo esto, acaso, solía apellidarse a sí mismo homo caducus, «hombre caduco» (CtaO 3). Vióse, pues, Francisco obligado a continuar su obra de evangelización por escrito, en la que, por lo demás, no brilla menos su ardoroso celo por arrastrar a los hombres al camino que lleva a la eterna bienaventuranza.

Cinco cartas o circulares poseemos escritas por el Santo en este período de su vida, a saber: Carta a todos los fieles[en dos redacciones]; Carta a toda la Orden, un tiempo considerada como Carta al Capítulo de Pentecostés de 1224, al que Francisco no pudo asistir; Carta a los clérigos; Carta a los custodios, y Carta a las Autoridades de los pueblos. A todas las cuales hay que agregar su Testamento, la Última voluntad a Santa Clara, y sus poemas religiosos, entre los que descuella su Cántico del hermano Sol. Al mismo período corresponde, de seguro, otro escrito breve o billete dirigido a Fray León, cuyo autógrafo se conserva todavía.

No hay que buscar en estas cartas de Francisco pensamientos muy nuevos y sorprendentes; son las mismas antiguas sentencias, sus sentencias de siempre las que pretende inculcar y grabar hondamente en el espíritu de todos. Además, dirigiéndose en sus cartas a diferentes grupos de lectores, ningún motivo tenía para cuidarse de evitar repeticiones. A un lector distraído e indiferente, estas cinco cartas, con sus dos o tres asuntos principales que se repiten a la continua, le parecerán pobres de conceptos y de recursos; pero, como observa con mucha razón Boehmer, «si se atiende a la vigorosa personalidad que se revela en cada palabra de estas cartas, al loco del Amor en toda su candorosa sencillez, en toda la plenitud de su sublime amor, se verá luego cómo cobran vida intensa y se truecan en carne palpitante las palabras muertas, y la pobreza de espíritu se torna inagotable riqueza. Porque lo poco que Francisco poseía no era para él accesorio, sino que lo que él poseía le llenaba, le poseía por entero; de donde que sus discursos, lo mismo que su persona, que a ojos poco atentos nada tienen de notable, hacían a todos los hombres el efecto de una revelación».

Al leer por entero las cartas de Francisco, nada se encuentra que no se haya leído en sus Admoniciones, en la Regla Primera y en la Carta a Fray Elías (o Carta a un Ministro). Siempre unas mismas advertencias, de amar y servir a Dios, de vivir vida de conversión, de ayunar (comprendiendo en esta palabra tanto la abstinencia corporal como «la abstinencia moral de los vicios y pecados»), de amar y socorrer a los enemigos, de no buscar la sabiduría terrena ni ambicionar altos puestos, de confesarse y comulgar, de reparar el mal que se haya podido hacer. Esta última advertencia da motivo al Santo para trazarnos un como cuadro moral en que nos pinta la muerte de un pecador:

«Enferma el cuerpo -escribe Francisco-, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo:

--Dispón de tus bienes.

He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensandolo dentro de sí dice:

--He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos.

Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre.

Y al punto hacen venir al sacerdote. El sacerdote le dice:

--¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados?

Responde:

--Quiero.

--¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente?

Responde:

--No.

Y el sacerdote le dice:

--¿Por qué no?

--Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos.

Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.

Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción -si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará. Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán:

--Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió.

Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin» (2CtaF 72-85).

Este cuadro nos hace ver, en la concepción de la naturaleza humana que descubrimos en el mismo, una amargura tan profunda cual no la encontramos en ningún otro escrito de Francisco. Poco tiene de sentimental el retrato en que aparecen esos «domésticos» egoístas y feroces que rodean impasibles el lecho del moribundo y tienen alma para dejarle bajar a los infiernos, con tal que haga el testamento en su favor. Y cuando con sus lágrimas hipócritas le han hecho creer que le aman y le han inducido a terminar su vida culpable con una nueva e irreparable falta, todavía, en presencia de su cadáver caliente, le lanzan horrendas maldiciones por no haber allegado más oro para dejarles. Toda su vida le miraron como un esclavo del trabajo, condenado a atesorar para ellos, sin que ni un ardite les importara por qué medios, si honestos o criminales. A ninguno se le ocurrió nunca pensar que este desgraciado, mientras vivió, trabajaba para ellos a costa de su propia eterna salvación: ¿por qué se iban a preocupar con semejante escrúpulo en su última hora?

Cualquiera imaginaría estar leyendo la más espeluznante novela de León Tolstoi, por ejemplo, aquella en que nos cuenta cómo Iván Ilitch, tendido en su lecho de muerte, se imagina que nadie le ha amado jamás en el mundo, que su mujer no ha visto en él otra cosa que un medio para lograr sus particulares fines, que sus hijos, educados con los mismos sentimientos, le han mirado como simple bestia de servicio, que era fácil de cargar, pero que ahora se les escapa, desgraciadamente. Pero más miserable todavía que este desdichado Iván Ilitch es el moribundo pintado por Francisco, que viene a abrir los ojos demasiado tarde, ¡y demasiado tarde por toda la eternidad!

En la Carta a toda la Orden, dirigida a los hermanos reunidos en el Capítulo de 1224, lo mismo que en las que dirige a los Clérigos y a los Custodios (o superiores de conventos), se esfuerza Francisco por recordar y precisar los encargos que no hallaron cabida en la Regla definitiva. Así, recomienda a los frailes que tengan más respeto por el sacramento del altar; advierte que, cuando se junten varios sacerdotes, basta que uno de ellos diga la misa y los demás la oigan; les encarga que cuiden de recoger y poner en lugar decente todo papel que hallen y que contenga palabras santas; que recen el Oficio divino atendiendo más al recogimiento interior que a la material harmonía del canto; repite a la continua, tanto a los sacerdotes como a los superiores de conventos, la obligación de cuidar siempre de la decencia de los vasos sagrados y de la limpieza de los lienzos del altar, como también de prodigar toda suerte de piadosos respetos al Santísimo Sacramento. En la misa, mientras está en el altar la hostia consagrada, todos deben estar de rodillas, dando gracias a Dios, y entre tanto se han de echar a vuelo las campanas de la iglesia, a fin de que toda la gente de los alrededores tome parte en dicho acto de adoración y piadosas alabanzas.

«Y yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis». «Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo». «Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88; 1CtaF 19-22).

Es verosímil que por este mismo tiempo fue cuando Francisco tuvo la idea de enviar hermanos por todas las provincias con abundantes copones preciosos, encargándoles que diesen uno de ellos a todo sacerdote en cuya iglesia hallasen el Cuerpo del Señor tenido en condiciones menos dignas. Quería también enviar a todas partes hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas (EP 65; 2 Cel 201). Ninguno de estos deseos vio Francisco realizado de un nodo general; pero algo lograría hacer, cuando todavía se conserva en el convento de Greccio uno de esos moldes, regalado por el mismo Santo.

La Carta a las Autoridades de los pueblos, y señaladamente a los podestà y cónsules, jueces y regidores, es un testimonio elocuente del celo de San Francisco por dilatar su acción fuera de la Iglesia a toda la cristiandad. La religión no era para él un asunto de interés privado, sino social; por eso recomienda a todos los que ocupan altos puestos que no se dejen absorber de tal manera por los negocios temporales, que vengan a descuidar el único indispensable; porque, como diría Verlaine setecientos años después: «Cuando venga la muerte, ¿qué nos va a quedar?» Francisco exhorta a los grandes a acercarse a la santa Comunión con la misma humildad que el menor de sus súbditos; les recuerda que tienen el poder prestado por Dios y que, si quieren hacer buen uso de tal préstamo, deben llamar al pueblo todos los días a la oración y a las divinas alabanzas por medio del heraldo o de alguna otra manera. Tal vez se relacione esto con el origen de la oración del Ángelus, instituida más tarde por los franciscanos. El Capítulo general de Pisa, de 1263, ordenó que los frailes rezasen un Avemaría al sonar la campana de la tarde (AF III, p. 329).

A la misma época, sin duda, se remonta la carta dirigida a Fray León en circunstancias en que éste andaba padeciendo las mismas penas que su maestro por causa de las correcciones y supresiones hechas en la Regla. No hay en esta carta el estilo cuidadoso y trabajado que se observa en las circulares, en las que tal vez colaboró Fray Cesáreo de Espira, que había llegado de Alemania el 11 de junio de 1223 (Giano, Crónica). He aquí dicha carta:

«Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo [orig. faciatis, hacedlo] con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven». El original de esta carta se halla desde 1902 en la catedral de Espoleto.

Evidentemente, Francisco da aquí a León un permiso idéntico al que había dado a Cesáreo de Espira. El plural faciatis parece indicar (según Sabatier sospecha) que dicho permiso se daba no sólo a Fray León, sino también a otros hermanos que participaban de sus mismas ideas. Hablando en rigor, Francisco no podía dar tal licencia, puesto que ya no estaba en sus manos el poder legal, o al menos, sólo en sus manos. Pero parece que nunca se formó Francisco una idea bien clara de su situación a este respecto; y así, refiere Eccleston que, después de confirmada y promulgada la Regla, dio Francisco una orden en virtud de la cual, cuando los hermanos fuesen invitados a comer a mesas de seglares, no debían tomar más de tres bocados, para no escandalizar a los laicos con su demasiado apetito (AF I, p. 227). Por otra parte, para más de un fraile, Francisco siguió siendo siempre el verdadero jefe de la Orden; lo cual explica que inmediatamente después de su muerte estallara la lucha, que duró tres siglos, entre los que querían observar literalmente la Regla, para lo que tenían permiso del Santo, y los que se acogían a las mitigaciones concedidas por la Curia de Roma.

 


 

Capítulo II – El ejemplo cristiano

 

Pero el gran ideal de Francisco era siempre instruir a los hombres con el ejemplo más que con la palabra. «Todos los hermanos prediquen con las obras», dice en la Regla (1 R 17,3), y él fue siempre el primero en cumplir esta prescripción. Por eso dice Tomás de Celano con mucha razón que Francisco fue siempre «idéntico de palabra y de vida» (2 Cel 130).

De esta profunda necesidad de edificar con el ejemplo, hallamos muchas pruebas en las estancias de Francisco en el valle de Rieti durante los últimos años de su vida. Así, en el Adviento de 1223 ó 1224 se retiró al eremitorio de Poggio Bustone, a unos 16 Km al norte de Rieti, donde, no permitiéndole la debilidad del estómago tomar alimentos preparados con aceite, tuvo que hacérselos preparar con grasa, y esta infracción del ayuno de Adviento le produjo tales escrúpulos y remordimientos, que acabó por confesarla delante del pueblo reunido en la plaza pública: «Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma [de San Martín] he tomado alimento condimentado con tocino» (EP 62).

Algo parecido le había pasado antes durante el invierno de 1220-1221, en que, obligado por una de las frecuentes recrudescencias de su enfermedad, se había permitido comer carne cocida. Tan pronto como se sintió algo restablecido, ordenó a su vicario Pedro Cattani que lo arrastrase medio desnudo, tirándole del cuello por una cuerda, por las calles de la ciudad de Asís, al terminar su predicación en la catedral. Llegando a la plaza principal y al sitio donde ajusticiaban a los criminales, confesó en voz alta y delante de gran muchedumbre de gente, el pecado de gula que había cometido (EP 61; LM 6,2).

Otra vez, sus hermanos le obligaban, en vista de su estado enfermizo, a llevar un pedazo de paño cosido al hábito por la parte de adentro, con que se resguardase el estómago del frío. Pero el Santo exigió que se le cosiese otro pedazo igual por la parte de afuera, «para que sepan todos lo que llevo por dentro» (EP 62).

Solía decir: «No quiero ser en lo que no se ve otra cosa de lo que soy en lo que se ve». «Y casi siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían, diciendo: "Tales alimentos he tomado". No quería ocultar a los hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor» (EP 62). Si andando por las calles de Asís, hacía alguna limosna y sentía por ello algún secreto contentamiento, al punto se acusaba al hermano que le acompañaba (EP 62). En el retrato que hizo del modelo de Ministro general de la Orden, incluyó este rasgo: «Si alguna vez, por debilidad o por cansancio, necesitase más dieta, no la tome en lugar escondido, sino a la vista de todos, para que los demás no tengan reparo de atender al cuerpo en su flaqueza» (2 Cel 186).

Pero su mayor celo lo empleaba en la guarda de la pobreza. Decía que, si era una felicidad dar limosna, no lo era menos recibirla, y al pan obtenido por mendicación lo llamaba «pan de los ángeles». Quería que, cuando sus hermanos volvían de la cuestación, viniesen cantando himnos de alabanzas a Dios por todo el camino. Los versículos de la Biblia en que se ensalza la pobreza no se le caían nunca de los labios. Una vez le dijo uno de los hermanos en cierto eremitorio: «Vengo de tu celda», y desde aquel momento no quiso entrar más en tal estancia. Una casa con vigas cepilladas le parecía un lujo excesivo, bastándole para habitación una simple cabaña de ramas cubiertas de barro, y por lo regular prefería morar en las cavidades de las peñas, como las raposas del Evangelio (Mt 8,20). La casa de piedra que los ciudadanos de Asís habían construido junto a la Porciúncula, le disgustó tanto, que al punto se puso a demolerla, y había destruido ya el techo cuando llegó el podestà y le prohibió continuar la demolición, en vista de que aquella casa era propiedad del municipio, que había que respetar, y sólo así desistió Francisco. Tenía para sí que el cuidarse del pan de mañana es propio de personas que viven en el lujo; por eso prohibía a sus frailes que preparasen comida de un día para otro; como también recibir limosna de provisiones que no pudiesen consumir inmediatamente. Para desfigurar su hábito acostumbraba coserle piezas extrañas acá y allá sin orden ni concierto; y cuando llegaba el tiempo de reemplazarlo por otro nuevo, esperaba que alguna persona caritativa se lo ofreciese. Al fraile que rehusaba salir a mendigar lo llamaba «hermano mosca» o «hermano zángano», amigo de comer la miel en el panal, pero enemigo de trabajarla (EP 5, 14, 16, 7, 8, 9, 19; 2 Cel 56, 57, 59, 69, 70, 75; LM 7,2.8).

Ningún grado de pobreza le parecía demasiado en sí y en sus hermanos, y solía decirles al ver pasar a algún mendigo harapiento: «Deberíamos avergonzarnos, porque pretendemos ser pobres, que todo el mundo nos llame pobres y nos distinga por nuestra pobreza, y ahí va un hombre que es más pobre que nosotros y de quien nadie hace caso». Para él los mendigos eran personas sagradas, y no toleraba que ninguno de sus frailes se expresase mal de ellos, ni los despreciase, y de buen grado les daba todo lo que poseía: el manto, la túnica y hasta los paños menores, declarando que todo eso era de ellos y que él no quería despojarlos de su propiedad. Otra de sus frases favoritas era ésta: «Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Cualquiera cosa que recibía la reservaba para otro pobre más necesitado que él. Trabajo les costaba a los hermanos conseguir que anduviese regularmente vestido por algún tiempo, porque ninguna ropa, y menos la nueva, le duraba, y la que admitía para sí tenía que ser ya usada por otro. Más de una vez le ocurrió tener que cubrirse parte con la ropa de un hermano, parte con la de otro. De cuando en cuando se veían los frailes constreñidos a recuperar la ropa de Francisco de las manos de aquellos a quienes él la había dado, y si se percataba de ello, aconsejaba al mendigo que no soltara la ropa a menos que se la pagasen; tal aconteció en Colle, pequeño poblado cerca de Ponte San Giovanni, entre Asís y Perusa, con una mujer a quien el Santo había regalado su manto (EP 29-37; 2 Cel 83-90 y 196; LM 8,5).

A menudo llevaba, al hacer estas limosnas, alguna intención particular. Tal aconteció también en Colle con un hombre a quien había conocido antes y que ahora se encontraba en la situación más deplorable. En la conversación que tuvieron le refirió éste los insultos que continuamente recibía de su amo, a quien, por ende, había cobrado un odio atroz. Respondióle Francisco: «Mira, te doy esta capa y te pido que, por amor del Señor Dios, perdones a tu amo». Estas solas palabras bastaron para apaciguar a aquel infeliz, el cual consintió en el acto en la propuesta de Francisco, depuso su rencor y se sintió lleno de la dulcedumbre del espíritu divino (EP 32; 2 Cel 89).

En Rieti encontró a una pobre mujer que padecía la misma enfermedad de los ojos que él, y le dio no solamente ropa, sino una docena de panes (EP 33; 2 Cel 92). Otra pobre, cuyos dos únicos hijos eran frailes de la Orden, vino a la Porciúncula a quejarse a Francisco de sus apuros y angustias; y el Santo, no hallando otra cosa que darle, le dio el ejemplar del Nuevo Testamento que servía para los oficios divinos, a fin de que, vendiéndolo, remediase su necesidad: «Da a nuestra madre -dijo Francisco a su vicario- el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Con el nombre de «nuestras madres» designaba el Santo a todas las que habían dado algún hijo a la Orden (EP 38; 2 Cel 91).

En cierta ocasión estuvo la Porciúncula a punto de perder sus ornamentos de altar; y fue que, habiendo propuesto Pedro Cattani que los nuevos novicios no dieran todos sus bienes a los pobres, sino que reservasen parte de ellos para las necesidades de la Orden, que se hacía de día en día más numerosa, se le opuso tenazmente Francisco «por ser tal medida contraria a la Regla». Y consultado por el vicario sobre cómo alimentaría a tantos hermanos que ingresaban a la Orden, le contestó el Santo: «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4).

Procuraba, pues, el Santo por todos los medios conservar la pureza de su vida y que ésta fuese un trasunto perfecto del Evangelio, no ya en la apariencia sino en realidad de verdad. Por tal razón no podía sufrir que sus hermanos abusasen de las limosnas que mendigaban por amor de Dios, dándoles otro empleo del que cumplía a verdaderos pobres. Kétteler, el célebre obispo de Maguncia, encontró una vez a los pobres que vivían a costa de su caridad, refocilándose bonitamente con un pato asado y una botija de buen vino, y se felicitó de que sus dones hubiesen servido a sus favorecidos para pasar un tan alegre rato. Francisco, en análogas circunstancias, se mostraba mucho menos indulgente con sus frailes.

Y así sucedió que, un lunes de pascua, queriendo los frailes del convento Greccio celebrar tanto la fiesta del día como la presencia de un ministro que había venido a visitarlos, cubrieron la mesa con elegante mantel y pusieron sobre ella vasos de vidrio en vez de los groseros cubiletes de que habitualmente se servían. Poco antes del mediodía llegó Francisco y, sabedor de lo que pasaba, salió de nuevo, recogió un sombrero viejo que un mendigo había botado en la calle y con él puesto y apoyado en un bastón, se presentó a la puerta del refectorio cuando los demás hermanos estaban ya sentados a la mesa. Golpeó, le abrieron sin reconocerle, y dijo con voz quejumbrosa imitando la de los pordioseros: Per l'amor di misser Domeneddio, faciate elimosina a questo povero ed infirmo peregrino!, «¡por amor del Señor Dios, dad limosna a este peregrino pobre y enfermo!»

Invitado generosamente por los comensales, entró al refectorio, y entonces todos lo conocieron, pero ninguno se atrevió a nombrarlo; se sentó humildemente en tierra junto al fuego y empezó a comer la sopa y una rebanada de pan que uno de ellos le sirvió: nadie osó hablar palabra ni probar bocado, viendo a su maestro sentado en el suelo, en oscuro rincón, como una cenicienta, con su plato de sopa sobre las rodillas, y ellos muy acomodados a la elegante mesa. De pronto Francisco dejó la cuchara y comenzó a decir como quien habla consigo a solas: «Siquiera ahora me hallo sentado como verdadero hermano menor, mientras que, cuando entré, al ver tan suntuosa mesa, no podía persuadirme de que los a ella sentados fuesen esos mismos pobres frailes que van por las calles mendigando de puerta en puerta el pan de cada día». Al oír esto, se levantaron todos y se arrojaron a los pies de su maestro a pedirle perdón, algunos sin poder contener las lágrimas (EP 20; 2 Cel 61).

Esta escena trae a la memoria otro episodio no menos característico. Eran los días de Navidad, y Francisco se hallaba sentado a la mesa con sus hermanos, uno de los cuales se puso luego a hablar de las míseras circunstancias en que nació el Niño Jesús, ponderando cuánto habría tenido que sufrir la Virgen al dar a luz a su Hijo en un establo, sin más cama ni almohada que unas pajas de heno, sin más abrigo que el rigor del frío invernal y el hálito del buey y del asno. Francisco escuchaba silencioso, cuando he aquí que de repente se levanta, rompe a llorar y se baja a sentarse en la desnuda y fría tierra, con el pan en la mano, todo avergonzado de estar allí más cómodo que lo estuviera Jesús y María en el pesebre (2 Cel 200).

Francisco había llegado a habituarse a carecer de todo bienestar de tal manera, que ya la comodidad le causaba verdadero tormento. A causa de su enfermedad de los ojos, tuvo que someterse a una dolorosa operación en que le quemaron las sienes con un hierro candente para curarle. Después, los hermanos de Greccio le obligaron a aceptar y usar una almohada blanda durante la noche. A la mañana siguiente Francisco les dijo: «Sabed que vuestra maldita almohada me ha quitado el sueño. Todo daba vueltas a mi alrededor y las piernas me temblaban; creo que, cuando menos, estaba el diablo en esa almohada». Acto continuo mandó a un fraile que se la llevara con toda precaución y la arrojara por encima del hombro sin volverse a mirarla (EP 98; 2 Cel 64).

No era ésta la primera vez que el Santo se creía perseguido por los poderes infernales. Con frecuencia, estando él durante la noche orando en alguna iglesia abandonada o en la soledad de alguna ermita, le parecía como que alguien le espiaba por detrás, o atravesaba junto a él con paso rápido, o asomaba una horrible cabeza por encima de su hombro como leyendo en el libro que él tenía abierto (EP 59-60; 2 Cel 115; LM 10,3). Otras veces, en medio del fragor de la tempestad que azotaba los árboles del bosque, oía voces que le llamaban; otras, el grito desapacible de la lechuza le parecía burla grosera del demonio. Pero nada le producía más intolerable espanto que cierto murmullo, apenas sensible, que a la continua percibía en el silencio mortal de sus vigilias nocturnas, como si unos labios infames y burlones musitaran a su oído: «¡Todo es inútil, Francisco! Ruega e implora cuanto quieras; siempre serás mío». Entonces el pobre Francisco luchaba desesperadamente por su salvación eterna. Cuando a la mañana siguiente los frailes se acercaban a él, lo hallaban pálido y descompuesto, agotado por el combate sostenido con los poderes infernales. Una de aquellas mañanas dijo a Fray Pacífico, explicándole sus angustias de la noche anterior: «Es que siempre me parece que soy el más grande pecador que ha habido en el mundo». Pero, en aquel mismo instante, el que fuera rey de los versos, tuvo una visión en que divisó el cielo abierto y en él un trono desocupado, rodeado de ángeles, y oyó una voz que le advirtió que aquel trono era el que había dejado Lucifer al salir del cielo para caer en el infierno, y se reservaba a Francisco en premio a su humildad maravillosa (cf LM 6,6).

 


 

Capítulo III – Las lecciones cristianas

 

Con la experiencia que, según hemos visto, tenía Francisco de la vida espiritual, no podía menos que ser un excelente director de sus discípulos.

Les enseñaba, sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad -explicó a un hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo» (2 Cel 118). Otras veces tornaba a su imagen favorita del papel de guastaldi o gendarmes de Dios que desempeñan los demonios. Refiriéndose a Fray Bernardo de Quintaval, habló así: «Os digo que para probar al hermano Bernardo han sido asignados demonios muy astutos y los más malos entre los malos; pero, por más que se empeñen incansables en hacer caer del cielo la estrella, el resultado, sin embargo, será muy otro. Cierto que será atribulado, aguijoneado, congojado, pero al fin triunfará de todo. Al acercársele la muerte, calmada toda tempestad, ya vencida toda tentación, disfrutará de admirable serenidad y paz, y al término de la carrera de la vida volará felizmente a Cristo» (2 Cel 48). Y, en efecto, así sucedió. En los últimos años de su vida se halló el alma de Bernardo completamente libre de lo terreno y, según la expresión de Fray Gil, «se alimentaba volando, como hacen las golondrinas». A veces se iba a los montes y durante veinte días y hasta un mes, según cuentan las Florecillas, andaba errando por las más altas cimas, absorto en le contemplación de las cosas del cielo. Al momento de morir dijo a los hermanos que le rodeaban: «Ni por mil mundos como éste que dejo consentiría yo en servir a otro amo que a mi Señor Jesucristo», y radiante de sobrehumana alegría voló a la patria de los santos (Flor 28 y 6).

Otro de los discípulos de San Francisco que era también muy molestado de graves tentaciones fue Fray Rufino, a quien, como a su maestro, andaba siempre soplando al oído el enemigo antiguo que perdía su tiempo y sus penitencias, porque no era del número de los predestinados. Un día se imaginó ver al mismo Jesucristo en persona que le decía: «¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados». Desde aquel mismo instante, densas tinieblas envolvieron el alma del mísero Rufino, y perdió toda la confianza y cariño que tenía por su maestro, y permanecía encerrado en su celda, sentado, cariacontecido, sin querer orar ni acudir a los oficios con los demás frailes. ¿A qué venía ya todo eso, si su destino era el fuego eterno en compañía del demonio y demás ángeles malos, y era el mismo Jesucristo quien se lo había asegurado?

En vano Francisco mandaba al hermano Maseo a buscarlo. Desazonado y furioso, respondía Rufino con brusquedad: «¿Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco?» Por fin, fue éste en persona a sacar de las tinieblas a su pobre Rufino. Desde lejos ya empezó a gritarle: «¡Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?» Y acercándosele comenzó a demostrarle cómo era el diablo y no Cristo quien le había dicho que estaba condenado. Y le añadió Francisco: «Si vuelve otra vez el demonio a decirte: "Estás condenado", no tienes más que decirle: "¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!", y verás cómo huye en cuanto tú le digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio. En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne».

Con esto comprendió Rufino el engaño, le saltó el corazón dentro del pecho y, llorando amargamente, se arrojó a los pies de Francisco, entregándose de nuevo a su dirección. En seguida se levantó lloroso, pero feliz, esforzado y consolado. No tardó el demonio en aparecérsele otra vez en forma de Cristo; pero Rufino lo recibió intrépidamente y le dijo lo que Francisco le había enseñado. «El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían, salieron del eremitorio de las Cárceles, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras. Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda. Estando en ella devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y (...) lo dejó lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba absorto y arrobado en Dios. Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él, en llamarlo "San Rufino" aun estando vivo en la tierra» (Flor 29; cf. 2 Cel 124 y 32-33).

 

* * *

 

En la convivencia feliz de sus compañeros fieles, en medio de los encantos de la vida común y de las dulces conversaciones que con ellos mantenía durante su estancia en el valle de Rieti, lejos del mundanal ruido, Francisco se olvidaba de todo cuanto se hacía más allá de las montañas, se olvidaba de sus hermanos de Bolonia y de París, de los frailes palaciegos, de los estudiantes universitarios, de todos aquellos frailes, en suma, que vivían y obraban muy de otra manera de la que él habría deseado que obrasen y viviesen. Queriendo como contrarrestar la tristeza que le causaba el espectáculo de la vida de estos frailes, se puso a trazar una especie de modelo de hermano menor ideal, y en este quehacer empleaba sus ocios en aquella bendita soledad: «Sería buen hermano menor -decía- aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).

Francisco experimentaba un gozo inmenso cuando encontraba, fuera del círculo de sus más íntimos compañeros, otros hermanos dignos de pertenecer a este pequeño grupo de fieles. Así sucedió el día en que un clérigo español le describió la vida penitente que hacían sus frailes en España: «Tus hermanos, que viven en un eremitorio pobrecillo de nuestra tierra -le dijo el viajero-, se habían reglamentado su forma de vida de tal modo, que la mitad de ellos atendía a los quehaceres de casa, y la otra mitad a la contemplación. Así, cada semana la vida activa se tornaba contemplativa, y la quietud de los contemplativos activa. Un día, puesta la mesa y hecha la señal de llamada, acuden todos menos uno de los contemplativos de turno. Después de alguna espera se van a la celda para llamarlo a la mesa, a tiempo en que él, en una mesa más espléndida, era alimentado por el Señor. Y así es como le encuentran postrado rostro en tierra, tendido en forma de cruz, sin respiración ni movimiento que diera señales de vida. A su cabeza y a sus pies ardían dos candelabros, que con su resplandor alumbraban maravillosamente la celda. Le dejan en paz para no estorbar la unción, para no despertar a la amada hasta que ella quiera... De pronto el hermano vuelve en sí, se levanta luego y, acudiendo a la mesa, pide perdón por la tardanza». Semejante relato llenó de gozo el corazón de Francisco, que no pudo contenerse y exclamó: «Gracias te doy, Señor, santificador y guía de los pobres, que me has regocijado con tales noticias de mis hermanos. Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su profesión sea fragante» (2 Cel 178).

Del mismo linaje de verdaderos franciscanos eran aquellos otros dos hermanos que, de muy lejos, llegaron una vez a Greccio a visitar a Francisco. El único motivo del viaje era ver al Santo y recibir de él la bendición hacía tiempo deseada. La vida del Santo en sus últimos años había venido a tal apartamiento del mundo, que ninguno de sus frailes osaba hablarle cuando le veían retirado orando en la soledad, y durante esas temporadas ellos se arreglaban sus asuntos como podían. Precisamente tal cosa pasaba el día en que llegaron nuestros peregrinos: Francisco acababa de partir para su retiro, y no se sabía cuándo volvería. Los extranjeros, que no podían esperar por mucho tiempo, quedaron desolados al ver la inutilidad de su viaje, y se decían el uno al otro: «He aquí el castigo de nuestros pecados: evidentemente somos indignos de recibir la bendición de nuestro padre». Y emprendieron el descenso de la montaña, con el corazón lleno de tristeza, no obstante los fraternales consuelos que les prodigaron los otros hermanos que se ofrecieron a acompañarlos hasta el llano. De repente oyen una voz que los llama desde lo alto del monte; se vuelven y ven a Francisco de pie en el umbral de su celda. Ambos peregrinos caen de rodillas con el rostro vuelto hacia su padre y reciben, con intenso júbilo de sus almas, la bendición que él les imparte desde arriba, haciendo lentamente y con muchísimo afecto la señal de la cruz. Con esto, los dos peregrinos, doblemente contentos, porque habían logrado con ventaja su intento y un milagro, se volvieron alabando y bendiciendo al Señor (2 Cel 45).

Las diversas biografías nos han conservado muchos otros rasgos reveladores de la delicada y profunda ternura de Francisco para con sus hijos, así como de su maravilloso conocimiento de las almas. Conociéndose a sí mismo como se conocía, era natural que conociese también perfectamente a los demás, y ellos tenían la íntima convicción de que él penetraba hasta lo más secreto de sus corazones. Es la impresión que tuvo un día, por ejemplo, uno de los compañeros de Francisco, Fray Leonardo de Asís. Al volver de ultramar, el Santo, por la fatiga del camino y por su debilidad, tuvo que montar por algún tiempo sobre un asno. Fray Leonardo que le seguía, fatigado también él, y no poco, comenzó a decir para sí, víctima de la condición humana: «Los padres de él y los míos no se divertían juntos. ¿Por qué razón el hijo de Pedro Bernardone viaja en asno, y yo, que soy de más noble familia que él, voy a pie?» Iba pensando esto el hermano, cuando de pronto se desmontó el Santo y le dijo: «No, hermano, no está bien que yo vaya montado y tú a pie, pues en el siglo tú eras más noble y poderoso que yo», y lo invitó a subir en el jumento. Leonardo quedó sorprendido y todo ruborizado al reconocerse descubierto por el Santo. Se le postró a los pies, y, bañado en lágrimas, confesó su pensamiento, ya patente, y pidió perdón al tiempo que le suplicaba que volviese a montar (2 Cel 31). Celano refiere también cómo Francisco descubrió los ocultos sentimientos de un hermano que, so pretexto de observar la ley del silencio, rehusaba confesarse (2 Cel 28). Por su parte, las Florecillas refieren que el Santo leyó en el corazón de Fray Maseo su enojo y murmuración por tener que partir de Siena sin despedirse del obispo (Flor 11).

Para todo género de tentaciones Francisco recomendaba siempre tres remedios: el primero era la oración; el segundo, la obediencia, con que uno se habitúa a cumplir la voluntad ajena; y el tercero, la alegría en el Señor, que ahuyenta siempre todos los pensamientos sombríos y perversos. Y al mismo tiempo que daba estos remedios, los tomaba él mismo, y era maestro aventajado en cuanto a usarlos. Desde que dejó el gobierno de la Orden tuvo siempre consigo un hermano a quien obedecía como superior suyo, importándole poco saber quién era este compañero: obedecía con igual rendimiento al último de los novicios de la Orden que a Bernardo o a Pedro Cattani. Siempre se mostraba satisfecho de los que le rodeaban, y si alguno de ellos decía o hacía algo que le disgustase, se retiraba callado a orar hasta que lograba vencer el mal humor, y nunca lo mencionaba a nadie.

Un día le pidieron los hermanos que les enseñara cómo era la perfecta obediencia, y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió: «Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno» (2 Cel 152).

Francisco procuraba, por su parte, imitar al cadáver en la sumisión, y quería que sus verdaderos hermanos lo siguiesen en esto, como en todo lo demás. Per lo merito della santa ubbedienza, «por el mérito de la santa obediencia» mandó una vez Francisco a Fray Bernardo que le pisase en la boca en castigo de cierto mal pensamiento que había tenido contra él (Flor 3).

Hay incluso en los escritos de Francisco un pasaje en que la concepción de la obediencia reviste un carácter casi budista. Dice así: «La santa obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18).

Esto nos recuerda a los discípulos de Sakiamuni que se dejaban despedazar por los tigres antes que oponer resistencia al mal. Que tal modo de pensar no era en Francisco el resultado de un humor pasajero, lo prueba el caso que se cuenta, de que una vez se le pegó fuego al hábito; él tiró a apagarlo al principio, pero en seguida lo dejó, arrepentido de haber querido quitar «al hermano fuego» la carne que él deseaba devorar (EP 116-117).

Uno de los medios más eficaces para obtener la paz del alma era para Francisco la obediencia, entendida ésta en el sentido de renuncia completa a toda voluntad personal, de absoluta sumisión a todo mandamiento y a toda violencia. Tal era, por lo demás, la lección que Francisco había aprendido de su divino Maestro: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames... Si alguno viene donde mí y no odia... hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío... Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24).

Otro de los medios recomendados por Francisco como indispensables para llegar a la perfecta paz interior, era la oración, pero la oración constante, «no interrumpida». Tomas de Celano describe a Francisco como «hecho todo él no ya sólo orante, sino oración», totus non tam orans quam oratio factus. Era como si no estuviera separado de la eternidad más que por un delgado tabique; con frecuencia se le otorgaba el favor singularísimo de oír las harmonías de los ángeles a través de aquel tabique. En esos instantes bienaventurados se quedaba en profundo silencio, interrumpía toda conversación con las criaturas, y los frailes que lo observaban, le veían cubrirse el rostro con el manto o con las manos; después le oían lanzar hondos suspiros o murmurar entre dientes palabras misteriosas; otras veces le veían menear la cabeza, como quien conversa con alguien. Cuando esto notaban, se salían sin meter ruido, pues bien sabían que él no gustaba de que le viesen cuando estaba en oración. Se dice que una vez el obispo iba a turbarle en su retiro, y al instante perdió el habla, y sin ella permaneció largo tiempo. Francisco, por su parte, celaba con gran esmero su devoción; para lo cual se levantaba muy temprano y sin hacer el menor ruido, a fin de no ser de nadie sentido; después se iba al bosque en busca de mayor tranquilidad para sus ejercicios. Más de una vez, sin embargo, un fraile que, llevado de la curiosidad, solía seguirle al bosque le vio rodeado de una gran luz y acompañado de Cristo, de la Virgen y de muchedumbre de ángeles y santos que conversaban con él. Terminada su oración, se volvía a casa, pero prohibía que nadie le hablase sobre lo que había pasado en su retiro. Con frecuencia decía a sus discípulos: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro". Así debe ser -añadía-; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva» (2 Cel 94-100).

Además de la oración privada en el retiro, recomendaba Francisco la oración en común. Las Florecillas nos lo muestran orando en compañía de Fray León. En su Carta a toda la Orden da normas a sus hermanos para la recitación del breviario. A pesar de la extrema debilidad que siempre le aquejaba, nunca consentía en apoyarse al rezar el salterio con los frailes. En sus viajes siempre rezaba sus oraciones de pie y con la cabeza descubierta, y si iba a caballo, se apeaba para hacer sus rezos. Un día del mes de diciembre de 1223 venía de Roma, y por el camino le sorprendió una lluvia torrencial, la que, sin embargo, no le impidió rezar su breviario, ni continuó el viaje hasta después que terminó su rezo; y, como el compañero le riñese por semejante imprudencia, Francisco le respondió: «¿Por ventura no debe el alma tomar su alimento con igual reposo que el cuerpo?» (2 Cel 96). Otra vez, aprovechando sus ratos de ocio, había tallado un vaso de madera; una mañana sintió tocar a tercia a las 9, y acudió para rezarla; pero estando en su rezo se le vino al pensamiento el trabajo que había ejecutado, y de tal manera le ocupó la mente, que vino a distraerle por completo de los salmos, que iba recitando sólo con los labios. Pronto cayó en la cuenta de su distracción y de la causa que la producía. Y lo echó al fuego para que se quemase (2 Cel 97).

En verdad que Francisco tomaba en serio el acto de la oración. Hay costumbre entre los cristianos de prometerse los unos a los otros encomendarse a Dios mutuamente en la oración, y no siempre se cumplen tales promesas. Pero Francisco no lo entendía así. Una vez el abad del convento del San Justino, en Perusa, le pidió, acaso por pura fórmula, que rogase a Dios por él: apenas se había éste marchado, dijo el Santo a su compañero: «Hermano, espérame un poco, que quiero pagar la deuda contraída» (2 Cel 101).

Pero lo que sobre todo anhelaba Francisco era oír diariamente la santa misa, cosa que le era fácil, por cierto, cuando se hallaba en una ciudad o aldea, mas no en la montaña, en la soledad de los eremitorios, pues el camino de las Cárceles a Asís, o de las Celdas a Cortona era muy largo. Inestimable fue, por lo tanto, el favor que, en diciembre de 1224, hizo Honorio III a los frailes concediéndoles que pudiesen celebrar misa en sus eremitorios sobre un altar portátil. Desde aquel día nunca dejó Francisco de rogar a León o a Benito de Piratro, ambos sacerdotes, que le dijesen la misa; y si eso no era posible por no haber sacerdote a mano, pedía que, al menos, le leyesen el Evangelio, lo que hacía siempre uno de los hermanos hacia la hora del mediodía (EP 117).

En el breviario de San Francisco que, antes de 1260, Fray Ángel y Fray León entregaron a la abadesa del monasterio de Santa Clara en Asís, donde aún se conserva, hay una nota manuscrita de Fray León que dice así: «El bienaventurado Francisco adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso servirse de él para decir el oficio divino cuando gozaba de buena salud, como se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el oficio, quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. También hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia hacia el Señor» (BAC, p. 974).

El tercer medio para obtener la paz interna era, según la enseñanza de Francisco, la continua alegría. «Al demonio y a su comparsa -decía- toca estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y gozarnos en el Señor». Decía también que la tristeza es el «mal babilónico», porque lleva de nuevo, en este mundo, a la ciudad de Babel, ya abandonada. Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). No quería ver en torno a sí rostros abatidos ni caras mustias; trataba de que sus hermanos no fuesen unos soñadores melancólicos, sino hijos de la luz. Y a los que le preguntaban cómo era posible conseguir semejante continuo gozo, respondía que «la alegría espiritual trae su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota oración». Sólo el pecado y la tibieza son capaces de extinguir u oscurecer la luz espiritual que debe brillar en los corazones. Si el espíritu se enfría y poco a poco se hace infiel a la divina gracia, entonces se levantan la carne y la sangre pretendiendo dominarlo y apropiárselo todo (2 Cel 125-128; EP 95-96).

Pero es condición indispensable para disfrutar de esta divina alegría, permanecer libres no sólo de todo pecado mortal, sino de toda falta, aun la más leve. Basta la presencia de la más pequeña mota de polvo en el ojo para perturbar o impedir la vista corporal. Y Francisco enseñaba a sus discípulos a evitar cuidadosamente todas las motas de polvo de ese género, y en particular les advertía que evitasen las familiaridades con mujeres. Él mismo, en presencia de una mujer, tenía siempre los ojos fijos en el suelo o elevados al cielo; y cuando la conversación con ella llevaba camino de prolongarse más de lo justo, la cortaba en seco. Una vez, cerca de Bevaña, le atendieron a él y a su compañero dos piadosas mujeres, madre e hija, llevándoles lo que necesitaban; el Santo, en agradecimiento, las confortó con todo género de sabios consejos y piadosas conversaciones, pero sin mirarlas al rostro. Cuando ellas se fueron, el compañero le preguntó: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa, consagrada a Dios, que ha venido a ti con tanta devoción?» Y Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?». Para Francisco, toda mujer piadosa era una prometida de Cristo; por eso, considerándose a sí mismo como el menor de los siervos del Señor, nunca osaba mirar a tales personas (2 Cel 114). Es la misma lección que se deduce de la parábola que solía repetir el Santo contra la falta de modestia en mirar a las mujeres: uno de los mensajeros del rey fue despedido del palacio por haberse atrevido a poner los ojos en la esposa del monarca (2 Cel 113).

Se comprende, pues, que el divino Maestro recompensara tan completa y absoluta renuncia de todo lo terreno con una alegría igualmente completa y perfecta. Había momentos, y aun horas enteras, en que esta alegría tomaba forma de canto íntimo, y él lo entonaba con la voz externa, frecuentemente en francés, como en otro tiempo cuando, en compañía de Fray Gil, iba por las calles de Asís anunciando el Evangelio. Y mientras más dulce era la interior melodía, más alto levantaba él la voz para traducirla. A veces tomaba dos trozos de leño, apoyaba el uno debajo de la barba, como se hace con la viola, y le frotaba con el otro, a guisa de arco, y seguía cantando cada vez más alto, cada vez con más entusiasmo al son de aquella música que sólo él oía, y que acompañaba hasta con rítmicos movimientos del cuerpo. Por fin, la emoción le dominaba por completo, y entonces arrojaba la viola y el arco, y, deshecho en lágrimas abrasadoras, se arrobaba en sublime y delicioso éxtasis (EP 93; 2 Cel 127).

 


 

Capítulo IV – El gran milagro

 

Corría el verano de 1224, y la salud de Francisco parecía haber mejorado notablemente. En el mes de agosto dejó el Santo su querido valle de Rieti para trasladarse al monte Alverna, en el Casentino, que en 1213 le regalara el generoso conde Orlando. Lo acompañaban sus fieles amigos León, Ángel, Maseo e Iluminado, con quienes se proponía celebrar sobre dicho monte la fiesta de la Asunción de la Sma. Virgen y prepararse con un ayuno de cuarenta días para la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre); porque Francisco, como todos sus contemporáneos y la Edad Media toda, tenía gran devoción al «gonfaloniero» o abanderado de los ejércitos celestiales, Signifer Sanctus Michael, que al son de su trompeta hará surgir a los muertos de sus tumbas en el día del juicio. En el mismo pergamino en que Francisco, después de su estigmatización, escribió las Alabanzas del Dios Altísimo y la Bendición al hermano León, éste nos describió las circunstancias en que se escribieron estos textos. En efecto, en el margen superior de la cara en que se encuentra la Bendición, se lee así: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre».

Acto seguido de recibir la donación del monte Alverna, Francisco envió a dos de sus hermanos a tomar posesión de él, los cuales, ayudados por conde Orlando, se instalaron en una planicie rocosa situada en la cumbre de la montaña, construyendo allí unas chozas de cañas cubiertas con barro a la manera que le gustaban a Francisco. Más tarde les hizo construir Orlando una pequeña iglesia, que se llamó, como la de la Porciúncula, «Santa María de los Angeles».

El viaje al Alverna era demasiado largo para ser hecho a pie, por lo que a Francisco hubieron de fallarle las fuerzas a tal punto, que sus compañeros se vieron forzados a pasar donde un campesino a pedirle que les prestase un jumento para poder conducir a su padre. Enterado el campesino del objeto de la demanda, corrió hacia el Santo y le preguntó con vivo interés si era él el hermano Francisco. Y como el varón de Dios respondiera con humildad que era el mismo por quien preguntaba, le dijo el campesino: «Procura ser tan bueno como dicen todos que eres, pues son muchos los que tienen puesta su confianza en ti. Por lo cual te aconsejo que nunca te comportes contrariamente a lo que se dice de ti». Tan candoroso consejo le llegó a Francisco al fondo del corazón, y cayó de rodillas a los pies del campesino, dándole las gracias (2 Cel 142). Cuenta Celano que el guía que condujo a nuestros caminantes al fin de su viaje, fatigado por el calor y la subida que empieza a orillas del Corzalone y termina en la cima del Alverna, empezó a desfallecer de pura sed; compadecido el Santo, se postró en tierra en oración por breves instantes, al fin de los cuales se alzó mostrando al hombre una fuente de agua cristalina junto a él (2 Cel 46). Hay quien piensa que este guía fue el mismo campesino dueño del jumento en que Francisco hizo su ascensión al monte.

Trepando la montaña iban todavía los hermanos cuando, sentados a reposar al pie de una encina, vieron llegar, dicen las Florecillas (Consideraciones sobre las Llagas, I-II), una enorme bandada de pájaros que parecían saludarlos con alegres cantos y sonoro batir de alas: unos venían a posarse sobre la cabeza del Santo, otros sobre sus hombros, otros en sus rodillas y hasta en sus manos. Maravillado Francisco de tanta fiesta, dijo a sus compañeros: «Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros».

Cuando llegó la noticia al conde Orlando, también se alegró en gran manera, y al día siguiente salió de su castillo camino del monte, seguido de numeroso cortejo y llevando a Francisco y sus compañeros pan, vino y otras cosas. Al llegar los encontró puestos en oración, pero avanzó a saludarlos. Francisco se levantó al momento y recibió al conde con las mayores demostraciones de gozo y cariño, y en seguida se sentaron ambos a conversar. Terminado el coloquio, en que Francisco dio las gracias a su amigo por el inestimable regalo de aquel sitio tan apropiado para el recogimiento, le suplicó que le hiciese construir una pobre celdilla al pie de una haya distante de las chozas de los hermanos como un tiro de piedra, lugar que le pareció en extremo propicio para la meditación. Orlando hizo al punto lo que Francisco le pedía, y antes de caída la noche la fabrica estuvo terminada, y Francisco, al tomar posesión de ella, predicó a los circunstantes. Acabado el sermón, dada por Francisco la bendición a la gente, y estando ya para partir el conde, éste llamó aparte a aquél y a los otros frailes y les dijo: «Hermanos míos muy amados, no es mi intención que en este monte agreste tengáis que pasar necesidad alguna corporal, con menoscabo de la atención que debéis poner a las cosas espirituales. Quiero, pues, y os lo digo una vez por todas, que enviéis confiadamente a mi casa para todo lo que necesitéis; y, si no lo hacéis así, lo llevaré muy a mal». Dicho esto, partió con todo su acompañamiento y se volvió a su castillo.

«Entonces, San Francisco hizo sentar a sus compañeros y les dio instrucciones sobre el estilo de vida que habían de llevar ellos y cuantos quisieran morar religiosamente en los eremitorios. Entre otras cosas, les inculcó de manera especial la guarda de la santa pobreza, diciéndoles: "No toméis tan en consideración el caritativo ofrecimiento de messer Orlando, que ofendáis en cosa alguna a nuestra señora madonna Pobreza". Y, después de muchas, bellas y devotas palabras e instrucciones sobre esta materia, concluyó: "Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; y por ningún motivo habéis de permitir que se acerque ningún seglar, sino que vosotros responderéis de mi parte". Dichas estas palabras, les dio la bendición y se fue a la celda del haya; y sus compañeros se quedaron en el eremitorio con el firme propósito de poner en práctica las instrucciones de San Francisco» (Consideraciones, II).

Todavía se muestran hoy en el monte Alverna los diferentes lugares habitados por Francisco: la gran peña cortada (sasso masso o spicco), debajo de la cual tenía costumbre de ponerse orar; la caverna sombría y baja, donde se acostaba sobre una gran piedra; la gruta de Fray León, suspendida en lo más alto de la montaña, a donde acudía el Santo muy temprano a oír la misa de su amigo, a adorar el cuerpo y la sangre de Dios en la hostia blanca y en el cáliz dorado que la mano de León elevaba sobre el altar para consuelo y alivio de los pobres peregrinos de este valle de lágrimas.

También Francisco tenía necesidad de este consuelo, pues nunca como ahora se había sentido tan inquieto y lleno de cuidados y temores por el porvenir de su Orden. ¿Qué sería de ella? ¡Le habían arrebatado a sus hermanos, a sus hijos!, ¿para llevarlos adónde? ¡Ay!, a donde él no quería que fuesen, y él no podía estorbarlo y se veía constreñido a presenciarlo bien a su pesar... En vano evocaba y reconstruía en la mente sus acariciados ideales del perfecto hermano menor, del perfecto ministro, del perfecto general de la Orden; bien sabía él que la realidad era muy otra. Fray Elías y los otros frailes de su misma tendencia no se allanaban a contentarse, como era el deseo de Francisco, con ser hombres «de un solo libro y de una sola pluma»; allegaban libros y estudiaban derecho eclesiástico, y era tiempo perdido el que se empleaba en persuadirlos a observar, en sus relaciones con los demás hermanos, el verdadero espíritu del Evangelio. Francisco suspiraba y clamaba a Dios con acento cada vez más dolorido: «Señor, a ti te encomiendo la familia que me diste» (EP 81). Y luego volvía a su halagüeña ilusión de que todo era todavía como en otros tiempos, de que ningún obstáculo había entre él y sus hijos, de que todos vivían en santa unión y nadie nunca sería capaz de desunirlos.

Cierto día despertó Francisco de este hermoso sueño, se percató de la triste realidad, y entonces concibió el deseo de recurrir a un medio que ya había empleado antes para levantar siquiera una punta del velo que le ocultaba el secreto de lo porvenir. Ordenó a Fray León que tomase el libro de los Evangelios y lo abriese por tres veces al azar en nombre de la santísima Trinidad. Obedeció León y todas las tres veces abrió el Evangelio por la parte donde se narra la pasión de Jesucristo, con lo que entendió Francisco que ya no le restaba otra cosa que padecer hasta el fin y que en la tierra no tenía que esperar ningún momento de felicidad. Entonces se entregó rendido, dulcemente abandonado a la voluntad del Señor.

Pero a la noche siguiente estuvo largo tiempo sin poderse dormir; en vano daba vueltas y más vueltas sobre su duro lecho, en vano aguardaba que los halcones del monte Alverna le advirtiesen con sus graznidos que ya era hora de levantarse al rezo de los maitines. «En el cielo -se decía como para consolarse- todo será como debe ser. Allá a lo menos habrá paz y gozo por toda una eternidad». Con estos pensamientos se quedó por fin dormido. Es Celano quien nos refiere que un halcón, que había anidado en el lugar, avisaba de antemano, cantando y haciendo ruido, la hora en que el Santo solía levantarse a la noche para la alabanza divina. Y esto gustaba muchísimo al santo de Dios, pues con la solicitud tan puntual que mostraba para con él le hacía sacudir toda negligencia. En cambio, cuando al Santo le aquejaba algún malestar más de lo habitual, el halcón le dispensaba y no le llamaba a la hora acostumbrada de las vigilias; y así, cual si Dios lo hubiere amaestrado, hacia la aurora pulsaba levemente la campana de su voz (2 Cel 168; LM 8,10).

Aquella noche se le apareció a Francisco un ángel radiante de luz inmortal que, con una viola en la mano izquierda y el arco en la derecha, se le acercó y le dijo: «Francisco, yo vengo a hacerte oír un poco de la música que nosotros gozamos allá arriba delante del trono de Dios». Dicho esto, apoyó la viola en su mejilla e hizo con el arco una sola pasada por las cuerdas, y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura (Consideraciones, II).

Después de la fiesta de la Asunción, Francisco se separó de sus hermanos y se fue a morar en una gruta todavía más lejana, situada del otro lado de un profundo tajo hecho en la roca viva, adonde sólo se podía llegar por un árbol o tronco atravesado a guisa de puente, por debajo del cual se veía el abismo. Allí se estableció Francisco después de convenir con Fray León que iría a verle dos veces cada veinticuatro horas, la una para llevarle pan y agua, la otra para el rezo de los maitines. Antes de pasar el puente, debía León decir en voz alta las palabras Domine, labia mea aperies, «Señor, ábreme los labios»; si Francisco respondía Et os meum annuntiabit landem tuam, «Y mi boca proclamará tu alabanza», entonces podía León pasar el puente e ir a su maestro; si no se le respondía, debía volverse tranquilamente donde los demás hermanos. «Decía esto San Francisco -indica la Consideración II sobre las Llagas- porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía nada con los sentidos del cuerpo».

Durante varios días León cumplió religiosamente la orden de Francisco; pero una noche se paró como de costumbre antes de pasar el puente, dijo las consabidas palabras, esperó un rato y no obtuvo respuesta. Era una noche de luna, esplendorosa y fresca, como aquellas con que el mes de septiembre suele regalar a los montes Apeninos: la tibia y silenciosa claridad bañaba en muchas leguas a la redonda el desierto y sinuoso valle, envolviendo como en nube luminosa los negros troncos de los abetos. León vaciló un buen rato; por fin se decidió a franquear el puente. Se deslizó con toda precaución a través de la espesura sin hallar ningún vestigio de su maestro; al cabo de cierto tiempo percibió un murmullo como gemido de plegaria; siguió en su dirección y no tardó en descubrir a Francisco que, arrodillado, los brazos en cruz y el rostro vuelto al cielo, oraba en voz alta. León se mantuvo inmóvil, protegido por la sombra de un árbol, pero tan cerca que podía entender perfectamente todas las palabras que pronunciaba el Santo y que, a través del aire diáfano y limpio de la noche, llegaban a él admirablemente netas y distintas:

--¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?, -decía Francisco mirando al cielo.

Y repitió muchas veces esta misma pregunta, hasta que León puso distraídamente el pie sobre una rama e hizo un ruido que despertó de su meditación a Francisco, que al instante dejó de orar y se levantó.

--¡En nombre de Jesús -clamó el Santo-, quienquiera que seas, no te muevas de donde estás!

Y se fue acercando a donde estaba Fray León. Éste contó después a los otros hermanos que en aquel instante se sintió presa de tan extraordinario pavor, que, si la tierra se hubiese abierto delante de él, se habría arrojado en la sima para ocultarse de Francisco, porque ya le parecía que éste lo iba a despedir de sí en castigo de su desobediencia, y el amor que él le tenía era tan grande, que bien sabía que no podría vivir sin su compañía y dirección. Llegado Francisco al pie del árbol, preguntó:

--¿Quién eres tú?

--Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.

--Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.

El hermano León respondió:

--Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»

Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.

Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:

--Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios (Consideraciones, III).

Pasaban los días y las noches, y pronto llegó la fiesta de la Exaltación de la Cruz, 14 de septiembre, aniversario del rescate de la verdadera Cruz por el emperador Heraclio de manos de Cosroa, rey de Persia, que se la había llevado de Jerusalén como botín de guerra y trofeo de victoria.

La cruz y el crucifijo fueron siempre para nuestro Santo objeto de íntima, profundísima devoción, desde el día en que la misteriosa voz salida del crucifijo bizantino de San Damián en 1207 le alejó del mundo y le señaló el camino de la pobreza de Cristo. «Desde aquel momento -dice la Leyenda de los Tres Compañeros- quedó su corazón llagado y derretido de amor ante el recuerdo de la pasión del Señor Jesús, de modo que mientras vivió llevó en su corazón las llagas del Señor Jesús, como después apareció con toda claridad en la renovación de las mismas llagas admirablemente impresas en su cuerpo y comprobadas con absoluta certeza» (TC 14).

Cuando en los días de su juventud frecuentaba el bosque vecino de la Porciúncula, sólo pensaba en los padecimientos del Crucificado, y este pensamiento le traía anegado en continuo llanto. Un día le encontró en tal guisa un campesino, que le preguntó la causa de su dolor, y Francisco le contestó: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo». Y era tan verdadero y tan intenso este dolor y de tal modo lo expresó Francisco, que no pudo menos de comunicárselo a su interlocutor, el cual rompió también a llorar (TC 14).

Francisco había enseñado a sus hermanos esta oración en honra de la Cruz: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Y no toleraba que sus frailes pisasen dos pajas o dos ramitas que estuviesen en el suelo formando la cruz.

En las visiones que algunos hermanos tuvieron de Francisco, éste aparecía acompañado del símbolo de la cruz. Silvestre, por ejemplo, vio salir de la boca de su maestro una gran cruz de oro que abarcaba el mundo entero; Pacífico lo vio atravesado por dos espadas cruzadas, una que iba de la cabeza a los pies, y otra del brazo derecho al izquierdo, pasando por el pecho; León vio una gran cruz dorada que avanzaba delante de San Francisco sin que nadie la trasportase.

En la liturgia de la fiesta de la Exaltación de la Cruz parece como si se encontraran reunidas las palabras más fuertes del Evangelio y de la Iglesia. «Esta señal de la cruz -se dice allí- brillará en el cielo cuando venga el Señor a juzgar». O bien las palabras de San Pablo: «Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra salvación, vida y resurrección». Y también leemos en la antífona de Tercia de esa liturgia: «Cristo Redentor, sálvanos por la fuerza de la cruz; tú que salvaste a Pedro en el mar, ten compasión de nosotros». Y en el himno de laudes: «¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!» Y una y otra vez, a cada momento vuelve la idea de la cruz: «¡Tú eres más hermosa que los cedros del Líbano; tú eres el árbol de la vida, plantado en medio del jardín del Paraíso! ¡Ved la cruz del Señor! ¡Que huyan todos sus enemigos! Ha vencido el león de Judá. ¡Aleluya!»

Profundamente penetrado de estos sentimientos, estaba Francisco de rodillas delante de su celda la mañana del día 14 de septiembre, fiesta de la Cruz. No amanecía aún y el Santo, con el rostro vuelto hacia el oriente, los brazos extendidos y ambas manos levantadas, oraba en esta forma:

«Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores».

«Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.

»Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión.

»Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.

»Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado».

(...)

«Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras. Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones.

»Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado» (Consideraciones, III).

Me he servido aquí de una fuente tardía, Florecillas - Consideraciones sobre las Llagas, porque estoy convencido de que el relato de las Florecillas procede, al menos en sus partes esenciales, de los relatos escritos o verbales de León, de Maseo, de Ángel, y de otros hermanos. Sabemos, en efecto, por Eccleston que Fray León se complacía en contar a los hermanos jóvenes las circunstancias de la estigmatización (AF I, p. 245). Sin duda alguna, muchos de sus "rollos" se referían a su estancia en el monte Alverna, y algunos pasajes de esos "rollos" están incluidos en el texto de los caps. 9 y 21 de los Actus. Por lo demás, tenemos de puño y letra del propio Fray León el testimonio auténtico de la estigmatización de San Francisco: la nota que él escribió en el pergamino que Francisco le dio con su Bendición y con las Alabanzas del Dios Altísimo, y que ya hemos reproducido en parte: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre. Y se posó sobre él la mano del Señor. Después de la visión y de la alocución del Serafín y de la impresión de las llagas de Cristo en su cuerpo, compuso estas Alabanzas, escritas en el otro lado del papel, y las escribió de su propia mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había concedido. El bienaventurado Francisco escribió de su propia mano esta bendición a mí, fray León». Añadamos que la descripción del milagro en la Vida Primera (1 Cel 94-96) y en el Tratado de los milagros de Tomás de Celano, aunque es más compendiosa, tiene una semejanza indudable con la de las Florecillas, lo que no es de admirar si se tiene en cuenta que Celano trabajó mucho en colaboración con León y con los otros compañeros íntimos de San Francisco. Y por último digamos que en el relato que hace San Buenaventura en su Leyenda Mayor (LM 13,3), encontramos los mismos elementos esenciales que antes hemos reproducido.

 


 

Capítulo V – La bendición a fray León y el adiós al Alverna

 

Imposible fue a Francisco ocultar por mucho tiempo el milagro obrado en su cuerpo. En primer lugar, vivía rodeado de amigos entusiastas y abnegados, que estaban siempre pendientes de él y cuya vida toda giraba en torno a la suya. En segundo lugar, las llagas le producían tan vivos dolores hasta en sus más mínimos movimientos, que necesariamente se veía forzado a recurrir al auxilio de los otros. Con toda probabilidad, Fray León fue el primero que tuvo el consuelo de conocer el secreto. Para que Francisco pudiese mover las manos y los pies, alguien tenía que encargarse de aplicarle vendas en la parte saliente de los clavos, y esta tarea fue confiada a la solicitud de dicho hermano, que la desempeñaba diariamente, salvo, según se dice, desde el jueves hasta el sábado, espacio en el cual quería el Santo padecer íntegramente los dolores de la pasión de Cristo. Poco después se enteró del secreto Fray Rufino, que estaba encargado de lavar la ropa de Francisco, y no tardó en advertir que los paños menores salían manchados de sangre al lado derecho de la cintura, lo que no podía ser sino efecto de la hemorragia de la llaga del costado; incluso se cuenta que, andando el tiempo, valiéndose de un ardid logró ver y tocar esta llaga. Celano dice expresamente que, en vida del Santo, si bien las llagas de las manos y de los pies las vieron algunos hermanos, nadie vio la del costado sino Rufino (2 Cel 135-138). Basado sin duda en una falsa información de Fray Elías, el mismo Celano escribió antes que también este hermano la vio mientras Francisco vivía (1 Cel 95).

Es difícil imaginarse el estado en que quedó el alma de Francisco después de la recepción de las llagas. Desde aquel instante vivía el Santo tan por encima de las condiciones ordinarias de la humanidad, que todos al verle o tratarle se veían impelidos a prosternarse en su presencia, besando el suelo que hollaban sus benditas plantas. León le sorprendía continuamente elevado en los aires a la altura de las copas más altas de los árboles, y entonces exclamaba espontáneamente el fiel discípulo: «Dios mío, muéstrate propicio a este indigno pecador que soy yo, y por los méritos de este hombre santísimo, dispénsame tu santa misericordia» (Actus, 38).

Parece ser, sin embargo, que el efecto inmediato de la estigmatización fue para Francisco una inmensa alegría, un acabarse en él por completo todo abatimiento, todo cuidado de la tierra. Expresión elocuente de este sentimiento de inefable felicidad es el cántico de alabanzas que el Santo compuso muy poco después de haber recibido los estigmas, en acción de gracias por tan incomparable favor. He aquí la traducción de esta laude llamada Alabanzas del Dios altísimo (AlD):

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

»Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.

»Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

»Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

»Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.

»Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».

Al mismo tiempo que Francisco se sentía en toda la plenitud de la alegría cristiana, colocado, como otro Moisés, en la cumbre del monte Nebo enfrente y a la vista de la Tierra Prometida, su mejor y

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