¡Dios te salve María!
 

más íntimo amigo padecía cruelísima tentación, no corporal, sino espiritual, según las fuentes, que, por lo demás, no dan de ello explicación precisa. ¿Sentiría León, por ventura, alguna envidia de su maestro? ¿Sería acaso un secreto sentimiento de inquietud celosa por ver a su amigo y padre andar por regiones adonde no le era dado seguirle? Sea de esto lo que fuere, parece indudable que León deseaba vehementemente tener una prueba de que él no era echado en olvido por Francisco a pesar de los grandes favores que éste había recibido, de que las relaciones entre uno y otro eran las mismas de antes y de siempre. León traía a la memoria aquel tiempo en que Francisco le escribía cartas afectuosas, y todo el que sepa la impresión que produce la vista de una letra querida trazada en la cubierta de un sobre de correos, convendrá en que lo que Fray León deseaba ardientemente era recibir una vez más algún papel escrito de mano de su maestro; pero, ¿cómo obtenerlo si, según le parecía, las relaciones entre ambos no eran ya las mismas de antes?

Francisco, con su habitual delicada penetración, parece haberse dado cuenta de lo que pasaba en la conciencia de su amigo, pues un día de aquellos lo llamó para pedirle que le trajera un pedazo de pergamino, pluma y tinta; en seguida, mientras León aguardaba de pie, presa de intensa emoción, Francisco se puso a escribir el poema que hemos trascrito más arriba y, al terminarlo, volvió la hoja y en el dorso y con letra de grueso perfil copió la bendición del antiguo patriarca Aarón:

«El Señor te bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Vuelva su rostro a ti y te dé la paz».

Esto escrito, Francisco se recogió un momento y luego terminó así la escritura: «El Señor te bendiga, hermano León».

Por fin, puso la firma, pero no escribiendo su nombre, sino estampando la letra T, símbolo de la cruz en el Antiguo Testamento, debajo de la cual dibujó una calavera sobre un monte, imagen de la victoria reportada por Jesucristo sobre la muerte. Acto seguido cogió el pergamino escrito y, radiante de sonrisa y de bondad, lo alargó a León, diciéndole: «Toma para ti este pliego y consérvalo cuidadosamente hasta el día de tu muerte». Recibir León el papel, prorrumpir en dulces lágrimas y disiparse sus siniestros pensamientos, todo fue obra de un solo instante. León guardó conforme al encargo de su maestro el precioso pergamino, prenda de una amistad maravillosa, llevándolo siempre junto a su corazón hasta el último día de su vida, que fue en el año 1271; aún ahora se conserva en el Sacro Convento de Asís (2 Cel 49; LM 11,9).[1]

El día 30 de septiembre, Francisco y León dejaron el monte Alverna. El Santo bajó montado en un jumento que le había enviado el conde Orlando, porque el dolor de las llagas no le permitía ya caminar a pie. Francisco oyó misa muy de mañana, y en ella dirigió una última admonición a sus hermanos. A continuación se despidió Maseo, Ángel, Silvestre e Iluminado, diciéndoles: «Quedad en paz, amadísimos hijos. Dios os bendiga, amadísimos hijos. ¡Adiós! Me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del eterno Verbo». Mientras que así decía el Santo, lloraban sus hermanos lágrimas de intensa ternura; mas él los abrazó de nuevo y se puso en marcha, abandonando definitivamente aquella montaña, teatro de sus más íntimas comunicaciones con el cielo.[2]

Francisco tomó el camino de Borgo San Sepolcro, no sin pasar antes por el castillo de Chiusi a despedirse de su amigo y bienhechor el conde Orlando. Siempre acompañado de su «ovejuela de Cristo», atravesó el torrente del Rasina, franqueó los montes Arcoppe y Foresto y llegó a la cumbre del monte Casella, donde hizo alto para contemplar la última vez, por entre los nubarrones otoñales que lo envolvían, su querido Alverna; se apeó de su asno, se arrodilló y, vuelto a la santa montaña, junto con describir con su llagada diestra una gran cruz en el espacio, exclamó, dándole su último adiós, sus últimas gracias, su última bendición: «¡Adiós, monte del Señor, monte santo, monte excelso, monte escarpado, monte en que Dios tuvo a bien habitar! ¡Adiós, monte Alverna! ¡Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo te bendigan! ¡Que su paz sea contigo! Ya no te veré más. ¡Adiós!»[3]

Acto seguido volvió a subir en su jumentillo, y prosiguió su marcha, tan profundamente absorto en sí, que atravesó la ciudad de Borgo San Sepolcro y no lo advirtió. Habían salido ya de ella cuando volvió de su éxtasis, y entonces preguntó a Fray León cuánto faltaría para llegar a Borgo (2 Cel 98).

Por lo demás, aquel viaje revistió cada vez más el carácter de una verdadera marcha triunfal: los pueblos del camino salían en masa al encuentro de Francisco, agitando ramos de olivos y exclamando a voz en cuello: Ecco il Santo!, ¡Aquí viene el Santo! A cada instante le pedían la mano para besársela; con su sola presencia iba sembrando milagros: una mujer aquejada de grave enfermedad quedó repentinamente sana con solo tocar la cuerda con que el Santo iba gobernando su asno (Consideraciones, IV; 1 Cel 63-64).

Desde Cittá di Castello, donde Francisco se detuvo un mes entero y donde, entre otros milagros, sanó con sólo pronunciar una palabra a otra pobre mujer atacada de horrendo delirio, prosiguió el camino hacia la Porciúncula. Era entonces el mes de noviembre, y ya la nieve cubría los Apeninos. Una de aquellas noches le tocó a Francisco tener que pasarla en medio de la nieve en compañía de León y del campesino que le había prestado el asno; no les fue posible llegar a tiempo a ninguna vivienda humana, y hubieron de contentarse con el hueco de una peña. Semejante lecho nada tenía de extraño para Francisco y su secretario; pero sí y mucho para el otro acompañante, que pasaba la noche lamentándose y maldiciendo su suerte sin conciliar el sueño. Notando el Santo que aquel hombre se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella, y, al contacto de aquella mano sagrada, huyó todo frío del cuerpo del labriego y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Así, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaró más tarde (LM 13,7; Consideraciones, IV).

A poco de llegar a la Porciúncula emprendió Francisco una nueva misión apostólica por los alrededores, porque sentía renacer en su pecho el celo de sus años juveniles, y no cesaba de hablar de grandes cosas que tenía que realizar. Sin duda, le ocurrió el pensamiento de comenzar nueva vida, con nuevos alientos y con mayor perfección, pues solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados (1 Cel 103).

Cabalgando siempre en un jumentillo, solía visitar en un solo día hasta cuatro o cinco castillos y aun villas, predicando en cada una (1 Cel 97) y sirviendo y acariciando a los leprosos que encontraba a su paso.

A este período de su vida pertenece seguramente un relato que traen las Florecillas. En un hospital en que los hermanos servían a los leprosos, había uno malhumorado e insolente que, juzgándose desatendido de los frailes, los maltrataba sin cesar de palabra y de obra, y no contento con tratar mal a sus enfermeros, la emprendía contra los santos y la Virgen y contra el mismo Dios con horribles blasfemias, y no se podía estar con él. Por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia sus villanías e insultos, tuvieron que optar por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su Madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:

--Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.

--Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?

--Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.

--Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.

Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:

--Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.

--Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?

--Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.

--Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:

--¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!

Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote.

San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia (Flor 25).

 


 

Capítulo VI – El Cántico del Sol

 

Esta renovación del celo apostólico de Francisco era como la última llamarada de una luz próxima a extinguirse. El espíritu del Santo se mantenía siempre vivo y apasionado; pero su cuerpo, cuando se veía al Santo caballero en su asno, más parecía un cadáver que no un cuerpo vivo; y Fray Elías, que pasó algún tiempo con él en Foligno, pudo conocer claramente que la vida de su maestro no podía durar mucho tiempo más (1 Cel 109). Además, la enfermedad de los ojos que había contraído en Egipto, y de la que nunca se había cuidado Francisco, ahora iba aumentando por instantes, de manera que no sólo Elías, sino muchos otros hermanos insistían en convencerlo de que recurriese al cuidado de los médicos.

Ahora bien, un tal recurso no agradaba a Francisco. En otro tiempo, él mismo, en una de sus exhortaciones, había aconsejado a sus hermanos enfermos que no se afanasen tanto por la salud del cuerpo, sino, al revés, por dar gracias a Dios por todas las cosas que les sucedían, no deseando más que lo que fuera de la voluntad de Dios, porque a los que Dios ama, a ésos precisamente prueba y atribula (1 R 10,3-4; EP 42). En consecuencia, por lo que a él hacía, en vez de consultar a doctores gustaba de recogerse en la soledad, y así esta vez resolvió retirarse a San Damián. Allí, junto al convento de las hermanas, Santa Clara había hecho construir una pequeña celda de ramas y cañas para que sirviese de morada a San Francisco (EP 100).[4]

Era el verano de 1225, y la claridad brillante y deslumbradora del sol italiano no podía naturalmente hacer bien a los ojos de San Francisco. Por un tiempo estuvo ciego del todo, y además molestado, luego que llegó a San Damián, por una verdadera invasión de ratones que se habían asilado en las paredes de paja de la celducha y que, saliendo de allí, llevaban su insolencia hasta pasar corriendo por la cara de Francisco, no dejándolo en paz ni de día ni de noche. Nunca antes de ahora había tenido el Santo que vivir una vida más incómoda y miserable, y no obstante allí, en aquella lastimosa yacija de enfermo, envuelto en las tinieblas de su ceguera y entre el tormento de los ratones, compuso Francisco su esplendorosa obra maestra, el Canticum fratris solis, «el Cántico del hermano Sol».

Para apreciar debidamente esta obra maestra, es menester comprender bien las relaciones de Francisco con la naturaleza. Nada sería más falso que considerar al Santo como un panteísta: nunca jamás le vino en mientes confundir ni a Dios ni a sí mismo con la naturaleza, y la alternativa de embriaguez desenfrenada y de dolor pesimista, efecto del sentimiento panteísta, estuvo siempre lejos, muy lejos de su ánimo. Nunca Francisco deseó, como más tarde Shelley, llegar a ser una cosa con la naturaleza; nunca tampoco, como el Werther de Goethe o como Tourguénef, cayó en la tentación de abandonarse temblando a la ciega fatalidad de las cosas ni de entregarse como víctima al «monstruo eternamente ávido» de la naturaleza. Su actitud ante la naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la Iglesia: Francisco creía en un Padre que es al mismo tiempo un Creador.

Y porque en todas las cosas ve una relación con su padre común, por eso ve también en todos los vivientes y aun en todos los seres creados, otros tantos hermanos y hermanas verdaderos. En el reino del Padre celestial hay muchas mansiones, pero la familia es una sola. Este concepto no es por nada ni griego ni germánico; es genuinamente bíblico y, por ende, genuinamente cristiano. En el canto de alabanzas que entonaron Ananías, Azarías y Misael entre las ardientes llamas del horno del tirano babilonio (Dn 3,57-88), y que de la Sinagoga ha pasado a la Iglesia, leemos:

Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,

ensalzadlo con himnos por los siglos.

Ángeles del Señor, bendecid al Señor;

cielos, bendecid al Señor.

Aguas del espacio, bendecid al Señor;

ejércitos del Señor, bendecid al Señor.

Sol y luna, bendecid al Señor;

astros del cielo, bendecid al Señor.

Lluvia y rocío, bendecid al Señor;

vientos todos, bendecid al Señor.

Fuego y calor, bendecid al Señor;

fríos y heladas, bendecid al Señor.

Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;

témpanos y hielos, bendecid al Señor.

Escarchas y nieves, bendecid al Señor;

noche y día, bendecid al Señor.

Luz y tinieblas, bendecid al Señor;

rayos y nubes, bendecid al Señor.

Bendiga la tierra al Señor,

ensálcelo con himnos por los siglos.

Montes y cumbres, bendecid al Señor;

cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

Manantiales, bendecid al Señor;

mares y ríos, bendecid al Señor.

Cetáceos y peces, bendecid al Señor;

aves del cielo, bendecid al Señor.

Fieras y ganados, bendecid al Señor,

ensalzadlo con himnos por los siglos.

Hijos de los hombres, bendecid al Señor;

bendiga Israel al Señor.

Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;

siervos del Señor, bendecid al Señor.

Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;

santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.

Bendito el Señor en la bóveda del cielo,

alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.

Ninguna nota es olvidada en esta sinfonía de la creación, en que todos los seres, desde el querubín hasta el átomo, cantan concordes el gran cántico de alabanzas. Ahora bien, día tras día, año tras año, San Francisco, solo o acompañado de sus hermanos, había repetido, en el cotidiano rezo del breviario, este himno de todas las criaturas al Creador. La poesía de este himno lo había conmovido profundamente desde muy temprano. Habiendo construido en 1213 una pequeña capilla entre San Gemini y Porcaria, hizo pintar en el frontal del altar las frases siguientes: «Todos los que temen al Señor deben bendecirlo. Cielo y tierra, bendecid al Señor. Ríos, bendecid al Señor. Criaturas todas, bendecid al Señor. Aves del cielo, bendecid al Señor» (Waddingo, 1213, 17). En el mismo pensamiento se inspira su predicación a los pájaros cerca de Bevagna: los pájaros, según él, están obligados a alabar y ensalzar a su bondadoso creador que vela amorosamente por ellos y provee a las necesidades de su vida (Flor 16). Aquí no hay ni la más mínima huella del pesimismo moderno: según Francisco, la existencia es para los seres creados una dicha infinita, de donde les nace el deber de dar gracias, a fuer de hijos, a su padre, por el don de la vida.

San Francisco amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros. Su contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen ser holladas. Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).

Mas a este simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza, se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba de poner miel en los panales de las abejas.

Toda criatura era para él, absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita ternura del divino corazón. En el Espejo de Perfección se nos dice: «Y nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las creaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las creaturas, poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las creaturas para excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera alabado en sus creaturas por los hombres» (EP 118; 2 Cel 165).

Y este sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias. En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba callarse. Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo, la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso separarse de su lado hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel 167-171; LM 8,7-10).

Pero lo que sobre todo movía a Francisco a dar gracias a Dios era la creación del sol y del fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).

El Cántico del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»

Entonces oyó en espíritu una voz que le decía: «Dime, hermano; si alguno te diera por tus enfermedades y tribulaciones un tesoro grande y precioso en cuya comparación estimaras en nada la tierra convertida en oro puro, todas las piedras convertidas en piedras preciosas, y toda el agua en bálsamo, ¿no te alegrarías de verdad?»

Respondió el bienaventurado Francisco: «Señor, grande y precioso sería ese tesoro, apetecible y muy codiciable».

Y oyó de nuevo en su interior: «Pues regocíjate, hermano, y salta de júbilo por tus enfermedades y tribulaciones, y condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras en mi reino».

Al otro día se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: «Si el emperador diera a un criado suyo todo un reino, ¿no debería estar repleto de alegría aquel criado? Y si le diera todo su imperio, ¿no debería regocijarse más todavía?» Y añadió: «Pues yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación».

Y, sentándose, se puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol: «Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.

Su espíritu gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.

Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213).

Y he aquí el Cántico, primero en su versión original y después traducido. No doy ahora más que el texto primitivo; de las dos estrofas que añadió Francisco más tarde, hablaré en el capítulo próximo. El texto original del Cántico suena así:

Altissimu onnipotente bon signore,

tue so le laude, la gloria e l'onore et onne benedictione.

Ad te solo, altissimo, se konfano,

et nullu homo ene dignu te mentovare.

Laudato sie, mi signore, cun tucte le tue creature,

spetialmente messor lo frate sole,

lo qual'è iorno, et allumini noi per loi.

Et ellu è bellu e radiante con grande splendore,

de te, altissimo, porta significatione.

Laudato si, mi signore, per sora luna e le stelle,

in celu l'ài formate clarite et pretiose et belle.

Laudato si, mi signore, per frate vento,

et per aere et nubilo et sereno et onne tempo,

per lo quale a le tue creature dai sustentamento.

Laudato si, mi signore, per sor aqua,

la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta.

Laudato si, mi signore, per frate focu,

per lo quale enn'allumini la nocte,

ed ello è bello et iocundo et robustoso et forte.

Laudato si, mi signore, per sora nostra matre terra,

la quale ne sustenta et governa,

et produce diversi fructi con coloriti flori et herba.

Laudate et benedicete mi signore,

et rengratiate et serviateli cun grande humilitate.

Altísimo, omnipotente, buen Señor,

tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, corresponden,

y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.

Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,

especialmente el señor hermano sol,

el cual es día, y por el cual nos alumbras.

Y él es bello y radiante con gran esplendor,

de ti, Altísimo, lleva significación.

Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,

en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.

Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,

y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,

por el cual a tus criaturas das sustento.

Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,

la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.

Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,

por el cual alumbras la noche,

y él es bello y alegre y robusto y fuerte.

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,

la cual nos sustenta y gobierna,

y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.

Load y bendecid a mi Señor,

y dadle gracias y servidle con gran humildad.

 


 

Capítulo VII – El Testamento y la muerte

 

Obligado Honorio III a salir de Roma a fines de abril de 1225 por haberse levantado en ella una sediciosa conspiración, se dirigió primeramente a Tívoli y, tras corta permanencia en esta ciudad, fue a establecerse definitivamente en Rieti, donde permaneció hasta principios del año siguiente. Fray Elías, apoyado por el Cardenal Hugolino, aprovechó esta espléndida ocasión para redoblar sus instancias a fin de conseguir de Francisco que se trasladase a la corte pontificia y consintiese en que los hábiles médicos de ella procurasen curarle de los ojos (1 Cel 98-99). Lo consiguió finalmente, y al declinar el verano de 1225, Francisco abandonaba el retiro de San Damián, no sin antes despedirse de Clara y sus hermanas. Todo induce a creer que entonces precisamente les dio su Última voluntad. Santa Clara dice en el capítulo 6 de su Regla que Francisco, «poco antes de su muerte, nos volvió a escribir su última voluntad» en la forma siguiente:

«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien».

Cabe suponer que Francisco hiciese a pie este viaje porque, durante su estancia en San Damián, Clara le había fabricado unas sandalias de tal forma y hechura que, a pesar de los estigmas, podía posar los pies en tierra. De Terni para adelante siguió el antiguo camino que se extiende y alarga por el valle y que le era tan querido y familiar. Detúvose en casa del párroco de la pequeña iglesia de San Fabián (hoy convento de la Foresta), sita entre Poggio Bustone y Rieti. No bien se hubo divulgado la nueva de su arribo, cuando comenzaron a acudir en masa y de todas partes las gentes del pueblo, deseosas de verlo. Pero quiso la mala suerte que, para llegar a donde estaba el Santo, hubiesen de atravesar la viña del párroco, y los habitantes de Rieti, con la inconsideración propia de gente lugareña y sin cultura, no dudaron en ponerse a coger los racimos para apagar la sed. El párroco, molestado por tal despojo, se quejó a Francisco de esta manera: «Aunque es pequeña la viña, de ella recogía lo suficiente para mis necesidades, y este año todo lo he perdido». Francisco procuró consolarlo como mejor pudo, prometiéndole que la cosecha de vino de aquel año no sería menor que la de los años anteriores. Y es fama que, efectivamente, cosechó mucho más de lo que solía y pudo llenar hasta veinte cántaros, siendo así que nunca había cosechado más de trece (EP 104).

Según refiere Waddingo, la morada de Francisco en Rieti fue, por algún tiempo, la casa de Teobaldo el Sarraceno. Estando allí, una tarde llamó a Fray Pacífico y le rogó que se procurase una cítara para que, acompañándose con ella, le cantase el Cántico del Hermano Sol. Pero Pacífico temió escandalizar con ello a los señores de la casa y así se lo significó al Santo. «Dejémoslo entonces, hermano -replicó Francisco-, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se resienta el buen nombre».

La noche siguiente, de tal modo se agudizaron sus dolores, que no le fue dado conciliar el sueño; tendido en el lecho del dolor, sentía pasar los últimos viandantes que a deshora se recogían a sus casas. Después sobrevino un silencio profundo, turbado solamente por las campanas de la iglesia, que de hora en hora derramaban al aire su argentino acento. Mas he aquí que de repente Francisco comienza a oír los dulces acordes de una cítara que alguien pulsaba delicadamente junto a su ventana. Se queda embelesado; ora le parece que aquel grato sonido viene hacia él, ora que se aleja suavemente, cual si el músico se fuera y volviera de nuevo a la ventana. Tan maravillosa harmonía, regalando sus oídos en aquella fría y silenciosa noche de otoño, le había reanimado las abatidas fuerzas; por eso, apenas comenzó a brillar la luz del naciente día, habló así a Fr. Pacífico: «El Señor, que consuela a los afligidos, no me ha dejado nunca sin consuelo. Mira: ya que no he podido oír la cítara tocada por los hombres, he oído otra más agradable» (2 Cel 126).

A principios del invierno, Francisco se retiró al eremitorio de San Eleuterio, frente a Rieti, donde, no obstante el frío y sus dolorosos achaques, no quiso por nada que reforzasen por dentro con nuevos paños su túnica (EP 16). De aquí marchó a Fonte Colombo, probablemente para la fiesta de Navidad.

Entre tanto, los médicos pontificios habían ensayado sobre Francisco todos los recursos de su ciencia: emplastos, ungüentos, cataplasmas, y no habían logrado resultado alguno favorable. Intentaron, además, modificar del todo la forma de vivir del Santo, y en parte lo habían conseguido. Un hermano le preguntó: «Dime, Padre, si tienes a bien, con cuánta diligencia te obedeció el cuerpo mientras pudo». Y Francisco no pudo menos de dar buen testimonio de «su hermano asno». Entonces le volvió a preguntar el hermano cómo lo había tratado él en recompensa de sus servicios. Y Francisco hubo de reconocer que el tratamiento que le había dado no siempre había sido muy caritativo. Por lo cual, habiéndose recogido un momento dentro de sí, como si estuviese muy arrepentido, comenzó luego a hablar con alegría al cuerpo: «Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresuro a atender placentero tus quejas» (2 Cel 211). Pero, como sucede con tantos otros arrepentimientos, esta vez llegó demasiado tarde.

Desesperados, decidieron entonces los médicos recurrir a remedios heroicos, y determinaron quemarle las sienes con un hierro candente. Según la terapéutica de la época, tales cauterizaciones tenían particular eficacia y solían emplearlas, entre otras cosas, como remedio a los locos furiosos. Cuando aparecieron los médicos con sus asistentes, trayendo en las pinzas el terrible hierro incandescente, Francisco hizo sobre él la señal de la cruz y le dijo: «Hermano mío fuego, el Altísimo te ha creado dotado de maravilloso esplendor sobre las demás creaturas, vigoroso, hermoso y útil. Sé ahora benigno conmigo, sé cortés, porque hace mucho que te amo en el Señor. Pido al gran Señor que te ha creado que temple tu ardor en esta hora para que pueda soportarlo mientras me cauterizas suavemente». Comenzó la aplicación, y al oír el chirrido de las carnes tocadas por el hierro ardiente, todos los hermanos huyeron de allí. Cuando hubo terminado, Francisco dijo a los hermanos que habían huido y volvían: «Pusilánimes, de corazón encogido, ¿por qué habéis huido? Os digo en verdad que no he experimentado ni ardor de fuego ni dolor alguno en la carne». Y, dirigiéndose al medico, le dijo aún: «Si la carne no está todavía bien cauterizada, cauterízala de nuevo» (2 Cel 166; EP 115).

En otra ocasión, como la visita del médico se había prolongado más que de costumbre, quiso Francisco convidarlo a comer; pero los hermanos le hicieron saber que las viandas apenas si alcanzaban para ellos y que ciertamente ninguna de ellas era tal que pudiesen ofrecerla a un huésped. El Santo les replicó: «¿Qué queréis, que os lo repita? Id a disponer lo que tenemos». Y apenas se habían sentado a la mesa, oyeron que alguien tocaba a la puerta; fueron a abrir, y he aquí que aparece una señora desconocida trayendo en una cesta los manjares más exquisitos: pan blanco, vino generoso, pescado, ricos pasteles, miel y racimos de uvas (2 Cel 44).

Probablemente este mismo médico persuadió a Francisco a que cambiase el clima áspero y frío de Fonte Colombo por el templado y suave ambiente de Siena, que ya en la Edad Media comenzaba a ser famosa por esta causa. Yendo de camino Francisco y sus hermanos, se encontraron, en la llanura entre San Quirico y Campiglia, con tres damas, todas iguales en el vestido, las cuales, luego que los vieron junto a sí, los saludaron con reverente inclinación y exclamaron a una: «¡Bienvenida sea la dama Pobreza!» Encuentro y saludo tan peregrino que, por largo espacio, dieron que pensar a Francisco y a sus compañeros (2 Cel 93).

El tratamiento seguido en Siena no fue de mayor provecho que la cura de Rieti. Con todo, los aires de la apacible ciudad no dejaron de hacer bien a la salud del enfermo. Estableció su morada en el eremitorio de Alberino (hoy Ravacciano), un poco al norte de la ciudad, y allí, entre otras visitas, recibió la de un fraile dominico, que tal vez aludiendo al carácter de la obra del Santo, le rogó que le explicara estas palabras de Ezequiel: «Si tú no denuncias al impío su impiedad, a ti te pediré cuenta de su alma». Y añadía el dominico: «Conozco a muchos, bondadoso Padre, que están en pecado mortal, y a los que no advierto de su impiedad. ¿Tendré que responder ante Dios de su alma?» Francisco con su habitual serenidad de juicio le respondió que una vida enteramente consagrada al bien valía a los pecadores por la mejor predicación, y que tal predicación era bastante para cumplir enteramente lo que el Señor exigía de nosotros por su profeta (EP 53; 2 Cel 103).

Con todo, la cuestión que le planteó el dominico produjo en su alma más mella de lo que él mismo había pensado. Porque algún tiempo después despertó una noche a los religiosos y les dijo: «He suplicado al Señor que se digne manifestarme cuándo soy su siervo y cuándo no. Pues no querría otra cosa que ser su siervo. Y el Señor, benignísimo, se ha dignado responderme: "Conocerás que eres en verdad mi siervo si piensas, hablas y obras santamente". Os he reunido, hermanos, y os he confesado esto para que, cuando veáis que falto en todo o en algo de lo que he dicho, pueda avergonzarme ante vosotros» (EP 74; 2 Cel 159).

De este mismo orden de ideas le nacía evidentemente el empeño con que en Siena procuraba animar a sus hermanos al fiel cumplimiento de los deberes que impone la pobreza. Cierto caballero, por nombre Buenaventura, les había hecho donación de terreno para un nuevo convento, ocasión que aprovechó Francisco para establecer las reglas siguientes: Primeramente, los hermanos no deben aceptar mayor extensión que la estrictamente necesaria. Lo segundo, no levanten ningún edificio sin el previo permiso del obispo del lugar, porque «Dios nos ha llamado para ayuda de los clérigos y prelados de la santa Iglesia romana» y no para obrar contra su voluntad. Francisco había dado brillante ejemplo de esta sumisión, recibiendo con ánimo humilde y tranquilo la repulsa que le diera el Obispo de Imola, quien, cuando el Santo le pidió licencia para predicar en la ciudad, le respondió: «Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo».[5] En tercer lugar, recabado el permiso de la autoridad eclesiástica, abran una zanja larga por los límites del terreno que reciben para edificar, y planten allí un buen seto, en vez de pared, en señal de pobreza y humildad. Luego hagan construir casas pobres, de ramas y de barro, y algunas celdas donde los hermanos puedan orar y dedicarse al trabajo. Y no deben construir iglesias grandes, sino una capilla pequeña y pobre (EP 10).

La mejoría de Francisco fue, por desgracia, de corta duración. Una noche le sobrevino una hemorragia tan violenta, que los hermanos llegaron a creer que se moría. Tristes y llorosos cayeron de rodillas en torno a su lecho, pidiéndole su última bendición. Francisco, reanimándose un tanto, pidió a su confesor, Fr. Benito de Piratro, que trajese pergamino, pluma y tinta, y después le dijo: «Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, los que están en nuestra religión y los que vendrán a ella hasta el fin del siglo... Puesto que, a causa de la debilidad y dolores de la enfermedad, no tengo fuerzas para hablar, brevemente declaro a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras, a saber: que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen mutuamente, siempre amen y guarden la santa pobreza, nuestra señora, y que siempre se muestren fieles y sumisos a los prelados y todos los clérigos de la santa madre Iglesia». Dicho esto, Francisco bendijo a todos, presentes y futuros, como acostumbraba hacerlo al final de los capítulos, y mientras los hermanos traían a la memoria con dolor y abundantes lágrimas este recuerdo, el enfermo, agotado por el esfuerzo, entornó los ojos (EP 87; 1 Cel 105).

Pero aún no era llegada la hora final; pasarían todavía seis meses antes que Francisco pudiese dar verdaderamente la bienvenida a «su hermana la muerte». En el ínterin seguiría tratando con «su hermana la enfermedad». Siguiendo el consejo de Fr. Elías, se le trasladó a Celle, cerca de Cortona, donde, según parece, le sobrevino una hidropesía, pues sabemos que se le hincharon mucho el vientre, las piernas y los pies; su estómago no retenía cosa alguna y, además, sufría vivísimos dolores en el bazo y en el hígado (1 Cel 105). Francisco no deseaba ya sino uno cosa en este mundo: ver por última vez a su querido Asís. Fray Elías se dio prisa a hacerlo transportar a la ciudad; pero, temeroso de que los habitantes de Perusa quisieran apoderarse por la fuerza de Francisco, a quien todo el mundo consideraba ya como un verdadero santo, hizo conducir al enfermo, que más parecía una reliquia que cuerpo vivo, por largos y penosos rodeos. Dejados atrás Gubbio y Nocera, el cortejo llegó, cerca de Bagni di Nocera, al lugar que hoy ocupa el convento de la Ermita, donde se encontraron con un cuerpo de hombres armados que venían de Asís con el encargo de custodiar al Santo en el resto del camino hasta su ciudad natal. Hacia el medio día entró Francisco con sus compañeros en el territorio de Asís, y se detuvo en Satriano, que es hoy una granja abandonada, al pie del Sasso Rosso, en las cercanías de Gabbiano. Se le hizo amable acogida en una casa particular, en tanto que los soldados se derramaban por el lugar en busca de alimentos; como no hallasen dónde comprarlos, se volvieron a Francisco, hambrientos y descorazonados por el hambre. Entonces el Santo les dijo: «En verdad que no habéis encontrado nada, porque habéis ido confiados en vuestras "moscas" (esto es, en el dinero) y no en Dios. Volved por las mismas casas en donde habéis querido comprar comida y, sin rubor ninguno, pedid limosna por amor del Señor Dios, y veréis cómo, movidos por el Espíritu Santo, os dan en abundancia» (EP 22). Hiciéronlo así, y la predicción de Francisco tuvo perfecto cumplimiento.

Al caer de la tarde entró en Asís la comitiva. Para que allí pudiera reposar holgadamente, condujeron al enfermo al palacio del obispo, que luego se vio rodeado de gente armada para impedir todo conato, de parte de los perusinos, de apoderarse del Santo de Asís.

A pesar de que cuando se trataba de asegurar la preciada persona de Francisco, la autoridad eclesiástica y la civil obraban con perfecto acuerdo, había, sin embargo, muchísimos otros puntos en que las relaciones entre ellas distaban mucho de ser cordiales y bien avenidas. Lo primero que llegó a oídos de Francisco fue que el podestá y el obispo estaban en abierta lucha; que el obispo había excomulgado al podestá y que éste, por su parte, había prohibido a los ciudadanos todo trato con aquél. «Es para nosotros, siervos de Dios -dijo Francisco a sus hermanos-, profunda vergüenza que el obispo y el podestá se odien mutuamente y que ninguno intente crear la paz entre ellos». Y para hacer cuanto estaba en él, inmediatamente se puso a componer dos nuevas estrofas para añadirlas al Cántico del Hermano Sol. Acto seguido mandó decir al podestá que viniese al palacio del obispo, al cual rogó que no se ausentase. Se reunieron los invitados en aquella parte de la mansión episcopal en que, diecinueve años atrás, Francisco se había despojado del vestido que llevaba para devolverlo a su padre. Cuando estuvieron todos juntos, aparecieron dos frailes menores que ante la concurrencia entonaron el Cántico en su forma primitiva, y en seguida agregaron las nuevas estrofas:

«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,

y soportan enfermedad y tribulación.

Bienaventurados aquellos que las soporten en paz,

porque por ti, Altísimo, coronados serán».

Y mientras los dos frailes cantaban, todos los otros hermanos se estuvieron de pie, juntas las manos, como si estuvieran en la iglesia oyendo leer el Evangelio. Terminado el canto, y cuando los últimos ecos del Loado seas se hubieron perdido en los aires, el podestá dirigió sus pasos hacia el obispo Guido y cayó de rodillas ante él diciéndole: «Señor, os digo que estoy dispuesto a daros completa satisfacción, como mejor os agradare, por amor a nuestro Señor Jesucristo y a su siervo el bienaventurado Francisco». El obispo, a su vez, levantando con sus manos al podestá, le dijo: «Por mi cargo debo ser humilde, pero mi natural es propenso y pronto a la ira; perdóname». Y, con sorprendente afabilidad y amor, se abrazaron y se besaron mutuamente. Los hermanos se apresuraron a contar a Francisco la victoria que, con su Cántico, había obtenido contra el maligno espíritu de la discordia (EP 101). Esta escena sucedió con seguridad entre mayo y septiembre de 1226.

Así y todo, el enfermo iba conociendo cada vez con más claridad que el término de su vida se acercaba. Uno de aquellos días lo visitó en el mismo palacio un médico de Arezzo llamado Buen Juan, muy íntimo del bienaventurado Francisco. Éste le preguntó: «¿Qué te parece, Finiato, de mi mal de hidropesía?» No quiso llamarlo por su nombre propio, porque no quería llamar bueno a ninguno que se llamara así, por reverencia al Señor, que dice: Ninguno es bueno, sino sólo Dios (Lc 18,19). Asimismo, no llamaba a ninguno «padre» o «maestro», ni lo escribía en sus cartas, por la misma reverencia al Señor, que dice: Y a nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, ni os llaméis maestros, etc. (Mt 23,9-10). El médico le dijo: «Hermano, por la gracia de Dios, te irá bien». De nuevo el bienaventurado Francisco: «Dime la verdad: ¿qué te parece? No te dé pena, pues, gracias a Dios, no soy un asustadizo que tema la muerte. Confortado con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy contento con morir como con vivir». Entonces le dijo abiertamente el médico: «Padre, según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no tiene cura, y creo que a fines del mes de septiembre o a principios de octubre morirás». Al oír esto el bienaventurado Francisco, que yacía en el lecho, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con íntima alegría de alma y cuerpo: «Bienvenida sea mi hermana muerte». Y cual si estas palabras hubiesen tenido virtud para despertar en su alma el estro poético, añadió al Cántico del Hermano Sol esta última estrofa:

«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,

de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:

bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,

porque la muerte segunda no les hará mal».

En seguida mandó que Fr. León y Fr. Ángel permaneciesen cerca de su lecho, para cantarle, cuando él lo deseara, las alabanzas de la «hermana muerte». En balde intentaba Fr. Elías convencerle de que esos cantos podían causar turbación en la gente. «Los hombres de esta ciudad -le decía- te tienen por santo; sin embargo, como están persuadidos de que tu enfermedad es incurable y que pronto morirás, al oír que estas alabanzas se cantan de día y de noche, podrían decirse para sí: "¿Cómo manifiesta tanta alegría el que está próximo a morir? Debería pensar en ello"». Harto tiempo Francisco se había inclinado y cedido al parecer ajeno; ahora que se le acercaba la muerte, quería que a lo menos le fuese dado morir como a él le acomodase. «Déjame, hermano -exclamó-, gozarme en el Señor y en sus alabanzas mientras padezco, pues, por la gracia recibida del Espíritu Santo, estoy tan adherido y unido a mi Señor que, por su gran misericordia, bien puedo regocijarme en el Altísimo» (EP 121-123)

Pero no era tiempo de cantar solamente. Había llegado para Francisco el momento de pensar en ordenar su casa. Dos temas, sobre todo, parecían haberse apoderado de su espíritu las últimas semanas: el recuerdo de sus fieles hijos de la Verna y del valle de Rieti, de la Porciúncula y de las Cárceles; y el recuerdo de Clara y sus hermanas que estaban allá abajo en San Damián.

Entre el palacio episcopal y San Damián no había larga distancia; pero a Francisco no le sería dado volver a recorrerla. Nada valieron todos los recados y súplicas de Clara para conseguir que fuera a decirles adiós; ya no le era posible hacerlo y se limitó a enviarle por escrito su última bendición: «Dirás a la hermana Clara -encargó al portador- que yo la absuelvo de todas las faltas que pueda haber cometido contra los mandamientos del Hijo de Dios y contra los míos, y que deponga toda tristeza y dolor porque ahora no podamos vernos; que yo le doy palabra de que, antes de su muerte, ella y sus hermanas me tornarán a ver con gran consuelo de sus almas» (EP 108). De donde se infiere muy verosímilmente que fue el mismo Francisco quien ordenó que después de muerto lo llevasen a San Damián.

No le faltaba ya sino dar el último adiós a sus queridos hermanos, y esto lo hizo en su Testamento, escrito de verdad admirable, redactado en su lecho de muerte, y donde le vemos volver la vista hacia atrás sobre su vida entera, recordar, con mezcla de tristeza y alegría, la frescura matinal de los primeros años de su conversión, pero pensando al mismo tiempo con inquietud y dolor en lo que acaecería a sus fieles discípulos en los tiempos que estaban por venir. Por última vez recuerda y resume aquí en cortas y ardientes frases todas las "admoniciones" contenidas en sus discursos y en sus cartas:

«El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo.

»Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".

»Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos. Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honroso. Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida.

»Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más. Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados y súbditos de todos.

»Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta.

»El Señor me reveló que dijésemos el saludo: "El Señor te dé la paz".

»Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos.

»Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios.

»Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor. Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla.

»Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a rezar el oficio según la Regla. Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo hallaren.[6] Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. Y el ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda la fraternidad.

»Y no digan los hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor.

»Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras. Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: "Así han de entenderse". Sino que así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin.

»Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos. Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición».

Con esto, Francisco había provisto para el futuro cuanto estaba de su parte. En la Edad Media, aun las órdenes de los papas quedaban frecuentemente sin efecto; fácilmente, pues, podemos imaginarnos que el Santo casi ninguna esperanza fundó en la obediencia que sus frailes habían de prestar a sus últimas voluntades. Pero, a lo menos, su conciencia estaba por de pronto tranquila: había hecho todo lo que era humanamente posible.

Hasta el fin profesó a sus hijos un tierno amor. Tendido en el lecho del dolor, tenía frecuentemente, como todos los enfermos, deseos o caprichos imprevistos. Una vez, por ejemplo, imposibilitado para tragar nada, dijo: «Si tuviera un poco de pescado, creo que podría comerlo». En otra ocasión, a media noche le vino el deseo de comer algunas hojas de perejil, que él se imaginaba le harían bien. De mal talante salió un hermano, a quien las había pedido, a buscar, entre las tinieblas de la noche, aquellas hojas, cuyo encuentro le parecía tan difícil como inútil. De modo que, más de una vez, quizá, percibiría Francisco una sombra de impaciencia en el rostro de sus hermanos, por lo que de repente le vino un escrúpulo. ¿Quién sabe -se diría el Santo-, quién sabe si no seré yo causa de que mi hermano cometa un pecado de ira? ¿Quién sabe si no pensará que si no tuviera que ocuparse de mí, podría orar más largo y vivir de manera mucho más conforme a la Regla? Reunió, pues, un día en torno suyo a todos los hermanos y les suplicó que no se enfadasen por los trabajos y molestias que les causaba, advirtiéndoles, al mismo tiempo, que las fatigas que por él se imponían no se encaminaban a sólo su bien particular, sino también al de la Orden entera. Y les añadió: «Carísimos hermanos, no os pese atenderme en la enfermedad, porque el Señor, mirando a este pequeñuelo siervo suyo, os galardonará en esta vida y en la otra con el fruto de las obras que ahora os veis precisados a omitir por cuidarme en la enfermedad» (EP 89).

Finalmente, resolvió Francisco hacerse trasladar a la Porciúncula, para imponer así menos trabajo a sus frailes. El obispo Guido se hallaba a la sazón ausente: había salido en peregrinación al monte Gargano, en penitencia, tal vez, de su contienda con el podestá, y estaba a punto de regresar cuando murió Francisco. En cuanto a los habitantes de Asís, no se opusieron a la traslación, pero exigieron que los centinelas siguieran a Francisco a la Porciúncula.

Y así, escoltados por inmensa muchedumbre, sacaron los frailes fuera de la ciudad al enfermo. Desde el palacio del Obispo, el cortejo pasó por debajo de la Portaccia, la gran puerta principal de Asís, hoy día tapiada, entre la Puerta Mojano y la Puerta San Pedro. Después, siguiendo el camino que circunda las fortificaciones, llegó a San Salvador de los Muros (hoy, Casa Gualdi), hospital de leprosos, sito más o menos a medio camino entre Asís y la Porciúncula. Aquí, en este paraje inmensamente rico en memorias para la historia de la conversión de San Francisco, pidió el enfermo que pusiesen en tierra la camilla en que era conducido. «Ponedme ahora -agregó- de cara hacia Asís».

Reinó un momento de profundísimo silencio, mientras el enfermo, ayudado de sus hermanos, se enderezaba en el lecho. Por encima de él, sobre la falda de la montaña, se extendían las fortificaciones y las puertas de Asís, y las hileras ascendentes de casas, que rodean las torres de San Rufino y de Santa María de la Minerva. Más arriba todavía, se alzaba, como hoy en día, dominando la ciudad, el abrupto peñón de Sasso-Rosso, en cuya cima se veían las ruinas de un castillo alemán. Se distinguían a lo lejos las azuladas cumbres del monte Subasio, donde estaba el eremitorio de las Cárceles, y San Damián medio escondido a los pies de la montaña. En fin, entre Francisco y la ciudad se desplegaba la gran llanura, a donde gustara el Santo, cuando joven, dirigir sus paseos solitarios, meditando heroicas hazañas. De este país y de esta ciudad partió un día y a este país y a esta ciudad volvía ahora para morir en ella.

Largo rato contempló Francisco, con los ojos casi ciegos, la ciudad; por encima de ella, las montañas, y a sus pies el valle. Después alzó lentamente la mano, trazando con ella una gran señal de cruz sobre Asís, y exclamó: «¡Bendita seas tú del Señor, porque él te ha escogido para ser la patria y la morada de los que le reconocen y glorifican en verdad, y quieren honrar su santo nombre!» (Actus; EP 124). Acto seguido, fatigado por el esfuerzo que acababa de hacer, se dejó caer en el lecho, y los frailes continuaron descendiendo por el camino que conducía a la Porciúncula.

El enfermo fue trasladado a una cabaña que había a unos cuantos pasos, detrás de la capilla. Aquí fue donde tuvo el consuelo de recibir la visita de «su Fray Jacoba», la noble dama romana Jacoba de Settesoli, que llegó justamente cuando Francisco se disponía a dictar una carta para rogarle que viniera. El rumor de que el Santo estaba enfermo incurable había llegado a Roma, y Jacoba se había apresurado a tomar el camino de Asís, llevando la túnica por ella tejida para Francisco y que había de servirle de mortaja, lo mismo que cirios e incienso para los funerales. Estaba severamente prohibida a las mujeres la entrada en la Porciúncula; mas se hizo una excepción para Fr. Jacoba, que, toda llorosa, se arrojó sobre el lecho de su muy amado maestro, «lo mismo que en otro tiempo Magdalena a los pies de Jesús», se decían al oído los discípulos. Esta visita reconfortó a Francisco, y, a fin de hacérsela más agradable aún, Jacoba se puso a prepararle su plato romano favorito, de que el Santo había hecho memoria frecuentemente durante su enfermedad, expresando deseos de comerlo. Pero Francisco no estaba ya en estado de comer nada; quiso, con todo, probar tan siquiera la obra de su amiga, y, llamando a Fr. Bernardo, le pidió que tomará también él una porción del precioso regalo.

La llegada de Jacoba tuvo lugar en la última semana de la vida de Francisco. El jueves siguiente, que era el día primero de octubre, el moribundo volvió a juntar en derredor suyo a sus hermanos y los bendijo a todos, uno a uno. Con singular ternura puso la mano sobre la cabeza de Bernardo de Quintaval. «Escribe lo que te voy a decir -mandó a Fray León-: "El primer hermano que me dio el Señor fue Bernardo; el primero que empezó a cumplir y cumplió con toda diligencia la perfección del Evangelio distribuyendo todos sus bienes a los pobres. Por esto y por otras muchas prerrogativas suyas, estoy obligado a amarlo más que a ningún hermano en toda la Orden. Así que, en cuanto está de mi parte, quiero y mando que, cualquiera que fuese el ministro general, lo ame y reverencie como a mí mismo. Y que los ministros y todos los hermanos de toda la Religión lo miren como si de mí se tratara"».[7]

Después hizo todavía una última exhortación a sus hermanos, recomendándoles que amasen siempre y sobre todo la santa pobreza y pidiéndoles que, en prenda de este amor, no abandonasen jamás la pobre y pequeña Porciúncula: «Mirad, hijos míos -les dijo-, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro, porque este lugar es verdaderamente santo y morada de Dios» (1 Cel 106).

Por último, con el corazón henchido de ternura, bendijo a los hermanos presentes y, en ellos, también a todos los que vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían de venir después de ellos hasta el fin de los siglos. «Yo los bendigo -dijo- cuanto puedo y más de lo que yo puedo». Nunca, quizá, había dicho nada que revelara mejor lo íntimo de su naturaleza que este pus quam possum, «más de lo que yo puedo», porque, efectivamente, el espíritu que le animaba no había quedado nunca satisfecho, antes de haber hecho más de lo que podía. Y aún ahora, en su lecho de moribundo, este espíritu no le dejaba un punto de reposo. Después de haber bendecido a sus discípulos, hizo que lo pusieran desnudo sobre la desnuda tierra, y así, tendido en el suelo de su celdilla, recibió de su Guardián, como postrera limosna, el hábito en que había de morir; y, no pareciéndole bastante pobre, pidió que le pusiesen un remiendo. Del mismo modo, recibió un pantalón, una cuerda y también una capucha, porque solía llevar siempre una calada para ocultar las cicatrices de sus sienes. De esta manera se mantuvo fiel hasta el postrer instante a su Dama Pobreza, hasta el punto de morir sin poseer sobre la tierra nada más de lo que él poseía cuando llegó a este mundo (1 Cel 106-109; 2 Cel 214-215; LM 14,3-4).

Agotado el enfermo, se durmió en seguida; mas, el viernes por la mañana, temprano, se despertó atormentado de crueles dolores. Los hermanos permanecían ahora constantemente reunidos en torno a su lecho, y el amor de San Francisco hacia ellos iba a manifestarse aún de una forma nueva. Creyendo que era todavía jueves, día en que el Señor celebró la última cena con sus discípulos, pidió un pedazo de pan, lo bendijo, lo partió y dio a comer un pedacito a cada uno. «Y ahora -añadió-, traedme la Escritura y leedme el evangelio del jueves santo». Alguien le hizo observar que ya no era jueves. «No importa -replicó-, yo creía que estábamos todavía en jueves». Le trajeron, pues, el libro y, mientras el día corría a su ocaso, se oyeron sobre el lecho de muerte de San Francisco aquellas palabras de la Sagrada Escritura (Jn 13,1-15) en las que se encontraban verdaderamente resumidos a la vez todo el sueño de su vida y toda su doctrina:

«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

»Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

»Llega a Simón Pedro y éste le dice: --Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?

»Jesús le respondió: --Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.

»Le dice Pedro: --No me lavarás los pies jamás.

»Jesús le respondió: --Si no te lavo, no tienes parte conmigo.

»Le dice Simón Pedro: --Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.

»Jesús le dice: --El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.

»Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos".

»Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: --¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

Durante las veinticuatro horas que Francisco vivió aún, ninguno de los frailes se alejó de su lecho. Los hermanos Ángel y León tuvieron que cantarle de nuevo el Cántico del Hermano Sol, e incesantemente salían de los labios del Santo los últimos versos del himno: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». Rogó, asimismo, a su guardián que, cuando se aproximase su último instante, le desnudaran otra vez, a fin de morir desnudo sobre la desnuda tierra.

Pasó el viernes y amaneció el sábado (3 de octubre). Llegó el médico y Francisco lo recibió preguntándole cuándo, por fin, se abrirían para él las puertas de la eternidad. Suplicó, además, a los hermanos que esparcieran cenizas sobre él: «Porque muy presto no seré ya más que polvo y ceniza».

Hacia el atardecer, empezó a cantar con fuerza extraordinaria. Mas no era ya el Cántico del Hermano Sol lo que cantaba, sino el salmo 141 de David, que en la Vulgata comienza así: Voce mea ad Dominum clamavi. La tarde de octubre caía presurosa, y mientras la oscuridad invadía la pequeña cabaña en medio del bosque cerca de la Porciúncula, los discípulos, atentos a su maestro y conteniendo el aliento, escuchaban a Francisco cantar el salmo con el rostro vuelto al cielo:

«A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento.

»Pero tú conoces mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.

»Mira a la derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi vida.

»A ti grito, Señor; te digo: "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida".

»Atiende a mis clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más fuertes que yo.

»Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor».

Mientras así oraba Francisco, las tinieblas habían ido ocupando poco a poco la celdilla. Finalmente, su voz se calló, y se esparció por la celda un silencio de muerte, un silencio que esta voz, en adelante, ya nunca más interrumpiría. Se habían cerrado para siempre los labios de Francisco de Asís; cantando había entrado en la eternidad (2 Cel 214).

Con todo, quiso Dios que por encima y en derredor de la casa, se oyese un último saludo a su juglar divino. Porque, apenas calló la voz del Santo, «una bandada de las avecillas llamadas alondras se vino sobre el techo de la celda donde yacía y, volando un poco, giraban, describiendo círculos en torno al techo, y cantando dulcemente parecían alabar al Señor». Eran las fieles amigas de San Francisco, las alondras que le daban el último adiós (EP 113).

 


 

Capítulo VIII – Las lágrimas de «fray Jacoba»

 

La primera persona admitida junto al cadáver de Francisco fue Jacoba. Anegada en llanto, se arrojó otra vez sobre los mortales despojos de su maestro, besando mil y mil veces las llagas de las manos y de los pies. Después, en compañía de los hermanos, veló toda la noche junto al cadáver de su maestro, y, al despuntar la aurora del día siguiente (domingo), la amiga de Francisco tenía ya tomada su resolución: en adelante no se alejaría nunca de Asís, pasaría el resto de su vida en los lugares donde Francisco había vivido y realizado su obra. De este modo la casa de Jacoba en Asís se convirtió muy presto en un lugar de encuentro para los discípulos fieles del Pobrecillo, lo mismo que el convento de San Damián; y muchas fueron las limosnas que de sus manos pasaron a las de Fray León, Fray Gil o Fray Rufino. Sabatier, apoyándose en argumentos muy probables, afirma que ella fue la que cerró los ojos a Fray León. Jacoba murió a edad muy avanzada, hacia el año 1274, y sus restos reposan aún hoy en la basílica de Asís; un fresco la representa en traje de terciaria, llevando sobre el brazo la túnica por ella tejida en otro tiempo para San Francisco, con la siguiente inscripción: Hic requiescit Jacoba, sancta nobilisque romana, «Aquí reposa Jacoba, santa y noble romana» (3 Cel 37-39).

Desde las primeras horas del domingo, el pueblo acudió en masa a venerar los despojos del santo que acababa de morir. La noticia de los estigmas de San Francisco había corrido de boca en boca, por lo que la afluencia de los que querían verlos fue enorme. No tardó en descender de Asís, en solemne procesión, también el clero para el levantamiento del cadáver. Después de lo cual, el imponente cortejo fúnebre emprendió el camino de la ciudad, al son de trompetas y entre himnos de alabanza, llevando ramos de olivo y cirios encendidos. Para cumplir la promesa que Francisco había hecho a Clara, el cortejo tomó el camino que pasa por delante de San Damián, donde las monjas, entre ardorosas lágrimas, dieron el postrer adiós a su amado maestro y director. Luego se dirigió la comitiva a la iglesia de San Jorge, que ocupaba el lugar en que se eleva hoy la basílica de Santa Clara, y allí fueron depositados de modo provisional los despojos mortales de San Francisco, hasta que, el 25 de mayo de 1230, pudieron ser trasladados a la magnífica basílica de San Francisco, construida por Fray Elías.

Ninguno de los antiguos biógrafos nos dice dónde se encontraba Jacoba de Settesoli durante esta ceremonia fúnebre. No es probable que tomara parte en la procesión, compuesta en su totalidad de clérigos, frailes y gente armada. Por lo cual, nos es lícito imaginar que se quedaría allá abajo, en la Porciúncula. Y que, cuando el imponente cortejo, con todo su esplendor, hubiera desaparecido entre los árboles, tal vez la amiga del Santo entraría, una vez más, en la celdilla donde Francisco pocas horas antes vivía y respiraba. Allí la abrumaría, sin duda, el horrible vacío, ese vacío que deja siempre una muerte, y ¡cuánto más grande y más cruel el de una muerte como aquélla! Sólo entonces comprendería en toda su realidad lo inmensa que era la pérdida que acababa de sufrir; y, de rodillas en la capillita de la Porciúncula, que bruscamente tuvo que parecerle muy oscura y desierta, pensaría, llorando, en aquel cuyo cuerpo era llevado en triunfo, pero a quien ya nunca más oiría llamarla dulcemente «su Fray Jacoba».

 

 

 

 



[1] - Las palabras de la bendición están tomadas de la Biblia, libro de los Números 6,24-26. Sobre la T simbólica, véase Ezequiel 9,4. Sobre el empleo de este símbolo por San Francisco, véase LM 4,9 y 3 Cel 3.

[2] - Se cree que este Adiós al Alverna lo puso por escrito Fray Maseo, y todo hace creer que el texto del documento reproduce bien el sentido general de las palabras de Francisco. Pero la copia del Adiós, que se conserva actualmente en el convento del Alverna, y que es la única copia antigua que poseemos, no se remonta más allá del siglo XVI. Es una hoja grande de pergamino, de 27 por 13 centímetros, y el texto empieza así: «Pax XPI. Giesu Mâ speranza mia, fra Masseo peccatore indegno servo di Giesu XPO Compagno di fra Francesco da Assisi huomo a Dio gratissimo». Y termina diciendo: «Io, fra Masseo, ho scritto tutto. Dio ci benedica», Yo, fray Maseo, lo he escrito todo. Dios nos bendiga. Sabatier, que no llegó a conocer este documento, oyó hablar de él como de un documento original; el texto que él reproduce y que está tomado de la edición impresa más antigua, que es de 1710, no difiere de la copia del Alverna más que en detalles sin importancia, pero tiene un final conmovedor: «Io, fra Masseo, ho scritto con lacrime», Yo, fray Maseo, lo he escrito con lágrimas en los ojos, lo que indicaría que aún era muy reciente la despedida de Francisco en el Alverna cuando su discípulo dejaba constancia por escrito de la misma.

[3] - Palabras citadas en la traducción italiana de la Vita Secunda de Celano, publicada por Amoni (Roma, 1880), pág. 315. Se encuentran también en un manuscrito del convento del Alverna, fechado el 31 de septiembre de 1818, aniversario de la salida de Francisco del sacro monte.

[4] - Boehmer pone equivocadamente en octubre de 1224 esta postrer estancia del Santo en San Damián. Francisco dejó el Alverna sólo el 30 de septiembre del dicho año; después se dirigió, parándose aquí y allí, hacia Cittá di Castello, donde permaneció un mes entero, y los Apeninos no los pasó sino después del primero de noviembre. En este mes, el clima de Asís no es todavía tal que se pueda vivir al aire libre en una choza construida de ramaje.

[5] - 2 Cel 147; LM 6,8. El texto de San Buenaventura continúa así la narración: «Inclinó la cabeza el Santo y salió afuera; mas al poco tiempo volvió a entrar. Al verlo de nuevo en su presencia, el obispo le preguntó, algo turbado, qué es lo que quería; a lo que respondió Francisco con un corazón y un tono de voz que rezumaban humildad: "Señor, si un padre despide por una puerta a su hijo, éste debe volver a entrar por otra". Vencido por semejante humildad, el obispo, con una gran alegría que se reflejaba en su rostro, le dio un abrazo, diciéndole: "Tú y todos tus hermanos tenéis en adelante licencia general para predicar en mi diócesis, pues bien se merece esta concesión tu santa humildad"».

[6] - Francisco considera este punto de tal importancia, que los frailes no han de ceñirse a las demarcaciones de las custodias, sino que deben dirigirse al custodio más próximo sin pararse a averiguar si su convento está o no dentro de su jurisdicción.

»Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

»Llega a Simón Pedro y éste le dice: --Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?

»Jesús le respondió: --Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.

»Le dice Pedro: --No me lavarás los pies jamás.

»Jesús le respondió: --Si no te lavo, no tienes parte conmigo.

»Le dice Simón Pedro: --Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.

»Jesús le dice: --El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.

»Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos".

»Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: --¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

Durante las veinticuatro horas que Francisco vivió aún, ninguno de los frailes se alejó de su lecho. Los hermanos Ángel y León tuvieron que cantarle de nuevo el Cántico del Hermano Sol, e incesantemente salían de los labios del Santo los últimos versos del himno: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». Rogó, asimismo, a su guardián que, cuando se aproximase su último instante, le desnudaran otra vez, a fin de morir desnudo sobre la desnuda tierra.

Pasó el viernes y amaneció el sábado (3 de octubre). Llegó el médico y Francisco lo recibió preguntándole cuándo, por fin, se abrirían para él las puertas de la eternidad. Suplicó, además, a los hermanos que esparcieran cenizas sobre él: «Porque muy presto no seré ya más que polvo y ceniza».

Hacia el atardecer, empezó a cantar con fuerza extraordinaria. Mas no era ya el Cántico del Hermano Sol lo que cantaba, sino el salmo 141 de David, que en la Vulgata comienza así: Voce mea ad Dominum clamavi. La tarde de octubre caía presurosa, y mientras la oscuridad invadía la pequeña cabaña en medio del bosque cerca de la Porciúncula, los discípulos, atentos a su maestro y conteniendo el aliento, escuchaban a Francisco cantar el salmo con el rostro vuelto al cielo:

«A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento.

»Pero tú conoces mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.

»Mira a la derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi vida.

»A ti grito, Señor; te digo: "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida".

»Atiende a mis clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más fuertes que yo.

»Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor».

Mientras así oraba Francisco, las tinieblas habían ido ocupando poco a poco la celdilla. Finalmente, su voz se calló, y se esparció por la celda un silencio de muerte, un silencio que esta voz, en adelante, ya nunca más interrumpiría. Se habían cerrado para siempre los labios de Francisco de Asís; cantando había entrado en la eternidad (2 Cel 214).

Con todo, quiso Dios que por encima y en derredor de la casa, se oyese un último saludo a su juglar divino. Porque, apenas calló la voz del Santo, «una bandada de las avecillas llamadas alondras se vino sobre el techo de la celda donde yacía y, volando un poco, giraban, describiendo círculos en torno al techo, y cantando dulcemente parecían alabar al Señor». Eran las fieles amigas de San Francisco, las alondras que le daban el último adiós (EP 113).

 


 

Capítulo VIII – Las lágrimas de «fray Jacoba»

 

La primera persona admitida junto al cadáver de Francisco fue Jacoba. Anegada en llanto, se arrojó otra vez sobre los mortales despojos de su maestro, besando mil y mil veces las llagas de las manos y de los pies. Después, en compañía de los hermanos, veló toda la noche junto al cadáver de su maestro, y, al despuntar la aurora del día siguiente (domingo), la amiga de Francisco tenía ya tomada su resolución: en adelante no se alejaría nunca de Asís, pasaría el resto de su vida en los lugares donde Francisco había vivido y realizado su obra. De este modo la casa de Jacoba en Asís se convirtió muy presto en un lugar de encuentro para los discípulos fieles del Pobrecillo, lo mismo que el convento de San Damián; y muchas fueron las limosnas que de sus manos pasaron a las de Fray León, Fray Gil o Fray Rufino. Sabatier, apoyándose en argumentos muy probables, afirma que ella fue la que cerró los ojos a Fray León. Jacoba murió a edad muy avanzada, hacia el año 1274, y sus restos reposan aún hoy en la basílica de Asís; un fresco la representa en traje de terciaria, llevando sobre el brazo la túnica por ella tejida en otro tiempo para San Francisco, con la siguiente inscripción: Hic requiescit Jacoba, sancta nobilisque romana, «Aquí reposa Jacoba, santa y noble romana» (3 Cel 37-39).

Desde las primeras horas del domingo, el pueblo acudió en masa a venerar los despojos del santo que acababa de morir. La noticia de los estigmas de San Francisco había corrido de boca en boca, por lo que la afluencia de los que querían verlos fue enorme. No tardó en descender de Asís, en solemne procesión, también el clero para el levantamiento del cadáver. Después de lo cual, el imponente cortejo fúnebre emprendió el camino de la ciudad, al son de trompetas y entre himnos de alabanza, llevando ramos de olivo y cirios encendidos. Para cumplir la promesa que Francisco había hecho a Clara, el cortejo tomó el camino que pasa por delante de San Damián, donde las monjas, entre ardorosas lágrimas, dieron el postrer adiós a su amado maestro y director. Luego se dirigió la comitiva a la iglesia de San Jorge, que ocupaba el lugar en que se eleva hoy la basílica de Santa Clara, y allí fueron depositados de modo provisional los despojos mortales de San Francisco, hasta que, el 25 de mayo de 1230, pudieron ser trasladados a la magnífica basílica de San Francisco, construida por Fray Elías.

Ninguno de los antiguos biógrafos nos dice dónde se encontraba Jacoba de Settesoli durante esta ceremonia fúnebre. No es probable que tomara parte en la procesión, compuesta en su totalidad de clérigos, frailes y gente armada. Por lo cual, nos es lícito imaginar que se quedaría allá abajo, en la Porciúncula. Y que, cuando el imponente cortejo, con todo su esplendor, hubiera desaparecido entre los árboles, tal vez la amiga del Santo entraría, una vez más, en la celdilla donde Francisco pocas horas antes vivía y respiraba. Allí la abrumaría, sin duda, el horrible vacío, ese vacío que deja siempre una muerte, y ¡cuánto más grande y más cruel el de una muerte como aquélla! Sólo entonces comprendería en toda su realidad lo inmensa que era la pérdida que acababa de sufrir; y, de rodillas en la capillita de la Porciúncula, que bruscamente tuvo que parecerle muy oscura y desierta, pensaría, llorando, en aquel cuyo cuerpo era llevado en triunfo, pero a quien ya nunca más oiría llamarla dulcemente «su Fray Jacoba».

 

 

 

 


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