¡Dios te salve María!
 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

San Pío de Pietrelcina (1887-1968)

 

Jude Furlong *


 

 

 

E


 

 

 

l sol de mediodía del 16 de junio parecía en consonan-


cia con todo el festejo, la solemnidad y sobre todo el

fervor de los centenares de miles de personas que acu-

dieron a la canonización del Beato Pío de Pietrelcina. Batía im-

placablemente alcanzando temperaturas más allá de la media

normal de esta época del año. Las personas se protegían como

podían, con sombrillas, con pañuelos, con todo tipo de sombreros

y gorras. Incluso los bomberos rociaban ritualmente grandes sec-

tores de los presentes para abajar un poco la intensa “alegría” so-

lar. Las personas que no podían estar en la plaza de San Pedro,

aguantaban de pié en el amplio espacio de la Plaza de Pío XII, en

la vía de la Conciliación y en sus alrededores. 

Cuando Juan Pablo II pronunció hacia las 10 y media la fór-

mula de canonización hubo un aplauso de gozo y alegría auténti-

cos que se hacía oír desde la plaza siguiendo por la Vía de la

Conciliación y por todos los recovecos laterales, como el efecto

producido por la piedra lanzada en un lago tranquilo. Venían de

todas partes de Italia: muchos del sur, de las tierras donde había

vivido el santo, pero también de países de Europa y de las Améri-

cas y algunos peregrinos de Asia. El hecho de la difusión de la

veneración al santo fraile capuchino tiene su razón humana, pero

no cabe duda que ha actuado detrás de las bambalinas el grande y

misterioso designio de Dios.

¿Quién era Francesco Forgione, el nombre de pila de San Pío,

y cómo alcanzó la fama y la santidad que le caracterizan? Nació

––––––––

* Profesor de Sagrada Escritura en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

 

 

Ecclesia, XVI, n. 4, 2002 - pp. 515-520


 

 

 

 

 

 

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en un pueblo campesino de la Campania, Pietrelcina, de la dióce-

sis de Benevento el 25 de mayo de 1887, hijo de Grazio Forgione

y de María Giuseppa De Nuncio. A los doce años fue confirmado

y recibió la Primera Comunión. Ya desde pequeño se sentía atraí-

do por la figura de un capuchino que ejercía su labor pastoral en

su pueblo. Era familiar en toda la región la figura de estos hijos de

San Francisco, muy cerca del pueblo y muy a la mano. A los 16

años en 1903 entró en el noviciado de los Frailes Menores Capu-

chinos donde profesó votos simples al completar un año. Tres

años más tarde emitió la profesión solemne. Recibida la ordena-

ción sacerdotal en 1910 permaneció por motivos de salud con su

familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue destinado

para el Convento de San Giovanni Rotondo donde permaneció

hasta su muerte en 1968.

Tal vez el hecho más conocido y más llamativo, por lo menos

durante muchos años, ha sido el don de los estigmas – la repro-

ducción en carne viva de las heridas de Jesucristo – que el nuevo

santo recibió en 1918 durante la oración ante el Crucifijo en el co-

ro de la antigua iglesia del convento. Pero no solamente “gozó”

de este fenómeno, sino muchos testigos hablan del don de la bilo-

cación y del de la profecía y de la capacidad sobrenatural, en al-

gunos casos, de leer los pensamientos de sus interlocutores o de

identificar a las personas especialmente necesitadas física- o espi-

ritualmente, impulsado por un conocimiento más allá de lo natu-

ral. También muchos testigos, personas beneficiarias de una gra-

cia o de una curación, hablan de un olor a rosas claramente perci-

bido por ellas y por las personas presentes. Se podría mencionar

muchos fenómenos en este sentido.

 

Todo lo anterior suscita la curiosidad y la emoción, y ayuda la

fe de muchas personas. Sin embargo lo que caracterizó la vida de

San Pío fue su vivencia de la vida de fraile capuchino ejemplar,

por su vida de oración, su vida eucarística. Cientos de personas

asistían, cuando era posible, a su Misa, porque era toda una lec-

ción de adoración del Señor que muere por la humanidad. Parecía

completamente absorbido ante la hostia consagrada. Esto tenía


 

 

 

 

 

San Pío de Pietrelcina (1887-1968)     517

 

luego un fruto en su compasión por las miserias y los sufrimientos

de los miles de personas que trataban de hablarle viendo en él al

hombre de Dios. El Papa en la homilía después de la canoniza-

ción habló del inmenso bien hecho por el santo Fraile sobre todo

en los dos sacramentos básicos de la vida cristiana: el de la Re-

conciliación y el de la Eucaristía. Subrayó las largas horas que pa-

saba San Pío en el confesionario, a veces hasta 18 de un día. El

Santo Padre comunicó que él mismo como joven sacerdote se

había confesado con el santo en 1947. 

 

La compasión y el dolor por los sufrimientos de los demás

comenzó para San Pío a una tierna edad. De hecho consta que a

los nueve años fue de peregrinación con su padre a un santuario

de la Campania, dedicado a San Peregrino, y allí fue testigo de

una madre que con grande fe imploraba la curación de su hijo de-

forme y enfermo. Esta escena le conmovió tanto que quería hacer

algo para aliviar el sufrimiento de esta señora. La oración de la

madre fue escuchada porque el niño deforme y enfermo fue cura-

do milagrosamente. Tal vez este hecho fue instrumento de Dios

para desarrollar su capacidad de ofrecerse como víctima por los

demás. De hecho después lo hará siendo fraile capuchino y sacer-

dote. Será también la semilla de la gran obra que hoy surge en

San Giovanni Rotondo: Casa del Alivio del Sufrimiento. 

Otro hecho que pasó cuando se estaba preparando para ir a es-

tudiar, ilumina su persona y hace comprender su exquisita delica-

deza en las relaciones con Dios. Además indudablemente fue una

preparación remota para la orientación de las almas, cuando llega-

ra al sacerdocio. Sus padres lograron conseguir por medio de otra

persona un maestro para darle lecciones. Pero este maestro no era

creyente y vivía en concubinato. Francesco se encontraba muy

afectado por esta situación y cuando se presentó la ocasión aceptó

ser el alumno de otro maestro creyente.

 

En su homilía Juan Pablo II recalcó que la santidad de Pío de

Pietrelcina fue fecundada por la cruz. «Mi yugo es suave y mi

carga es ligera» (Mt. 11:30). Cuando se lleva con amor fiel esta

carga de Cristo, como la llevó el nuevo santo, se producen mara-


 

 

 

 

 

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villosos frutos para toda la Iglesia. El Papa citó el texto de San

Pablo tomado de la carta a los Gálatas 6:14: «En cuanto a mí,

Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor

Jesucristo». Luego preguntó: ¿No es precisamente el “gloriarse

de la cruz” lo que más resplandece en el padre Pío? ¡Cuán actual

es la espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de

Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para

abrir el corazón a la esperanza. No se comprende su santidad sin

esta constante referencia a la cruz. Es a través de la cruz que Dios

muestra su misericordia y el padre Pío fue generoso dispensador

de la misericordia divina sobre todo en el confesionario.

Luego en la audiencia que el Papa Juan Pablo II concedió a los

peregrinos el lunes 17 de junio ponderó nuevamente la figura del

nuevo santo y el papel de la cruz en su vida. Preguntó a sus oyen-

tes: ¿cuál es el secreto de tanta admiración y amor por este nue-

vo santo? Es, ante todo, un  fraile del pueblo, característica

tradicional de los capuchinos. Además, es un santo taumaturgo,

como testimonian los acontecimientos extraordinarios que jalo-

nan su vida. Pero el Padre Pío es, sobre todo, un religioso since-

ramente enamorado de Cristo crucificado. Durante su vida parti-

cipó, también de modo físico, en el  misterio de la cruz

(L=Osservatore Romano; ed. española, 21 de junio de 2002, p. 6).

Citó una de sus cartas donde el santo recalca la necesidad de subir

al Calvario en unión con Cristo. También el Papa consideró los

sufrimientos morales que atravesó el santo fraile de parte de per-

sonas eclesiásticas y laicas que le interpretaron mal. El Padre Pío

recorrió este camino de exigente ascesis espiritual en profunda

comunión con la Iglesia. Algunas incomprensiones momentáneas

con diversas autoridades eclesiásticas no alteraron su actitud de

filial obediencia. El Padre Pío fue, de igual modo, fiel y valiente

hijo de la Iglesia, siguiendo también en esto el luminoso ejemplo

del Poverello de Asís. (L’Osserv. Rom. id. supra)

 

El Padre Pío quería y hacía todo a la luz de la fe. Nutría esta fe

con la oración asidua: pasaba el día y gran parte de la noche en

coloquio con Dios. Decía: En los libros buscamos a Dios, en la


 

 

 

 

 

San Pío de Pietrelcina (1887-1968)     519

 

oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el cora-

zón de Dios. Esta fe lo llevó siempre a la aceptación de la volun-

tad misteriosa de Dios. Por eso estuvo siempre inmerso en las rea-

lidades sobrenaturales e infundía, con las palabras y el ejemplo,

las virtudes de la esperanza y la confianza total en Dios, en todos

aquellos que se le acercaban. El amor de Dios le consumaba de tal

manera que su preocupación particular era crecer y hacer crecer

en la caridad a las multitudes de hombres y mujeres de toda ex-

tracción social que le buscaban durante más de cincuenta años. 

 

Como en la vida del padre Pío la oración alimentaba su pro-

funda unión con Dios, así en los grupos de oración que él fundó.

Esta práctica ayuda al hombre a no olvidarse de la dimensión so-

brenatural de su vida y de que está llamado a la santidad. De

hecho en los actos del proceso canónico de su beatificación se

puede leer que la existencia de los grupos de oración es “la prue-

ba indudable de la fama de santidad del Siervo de Dios”. Estos

grupos se han desarrollado sorprendentemente y continúan cre-

ciendo. Estos grupos deseados por el padre Pío eran en 1960 en

unas cuantas decenas, luego en 1980 contaban centenares y ac-

tualmente son bastantes millares. Están presentes en 34 países del

mundo. En los años 40 padre Pío animaba a sus “hijos espiritua-

les” a rezar juntos para secundar la obra social del hospital. 

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió a tierna edad

que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con

valor y por amor al Crucifijo. Durante muchos años experimentó

los sufrimientos del alma y la confusión ante tanta predilección de

Dios por los dones recibidos. Igualmente soportó los dolores de

sus llagas con admirable serenidad y se mortificaba habitualmente

para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo

franciscano. Se desprendió totalmente de sí mismo, de los bienes

terrenos, de las comodidades y de los honores y brilló en él una

gran predilección por la virtud de la castidad que se mostró en su

comportamiento modesto en todas partes y con todos. El mismo

se consideraba inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de mise-


 

 

 

 

 

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rias y en medio de tanta admiración del mundo por él, decía:

Quiero ser sólo un pobre fraile que reza.

 

Desembocó esta identificación con el Cristo que sufre en el de-

seo de aliviar los sufrimientos, no sólo morales sino en particular

los físicos, de las almas que acudían a él día tras día. Por eso gra-

cias a sus iniciativas se inauguró uno de los hospitales más mo-

dernos de entonces y hasta el presente en el pueblo de San Gio-

vanni Rotondo en la península gargánica, parte de la región italia-

na de la Puglia. Gracias a las donaciones de millones de personas

y del interés de tantas personas que admiran la persona del santo,

incluso no cristianas, se ha podido secundar el deseo del santo de

que tenga los aparatos más apropiados y modernos para aliviar el

sufrimiento y curar las enfermedades. Fue inaugurado el gran

hospital el 5 de mayo de 1956 y hoy día es famoso por las inter-

venciones quirúrgicas y las diagnosis gracias a los sistemas alta-

mente modernos. 

 

En la plaza delante de la fachada hay a un lado del altar una

delegación del gobierno italiano, formada por diecinueve miem-

bros, además del alcalde de Roma. Pero hay gente que ha venido

de toda Italia, sobre todo del sur, a cientos de miles. Los sacerdo-

tes que estuvimos en la Vía de la Conciliación vivimos sin duda

una gracia especial alcanzada por el nuevo santo de Pietrelcina.

Terminada la Misa y pasado el “Jeep” con el Santo Padre para sa-

ludar y bendecir a las muchedumbres, todavía había gente que se

quería confesar y comulgar. No se podía despedir a la gente

“hambrienta”, una escena que recuerda al Evangelio. San Pío con

su intercesión estaba trabajando con el mismo celo que le acom-

pañó en los años de su vida terrena. 




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